Tribuna:

El Papa bueno y el Papa malo

Allá en los tiempos de la guerra fría, se solía afirmar que nada cambiaba tanto de un país a otro como la Iglesia católica y el Partido Comunista. Bastaba comparar el vigoroso PC chileno con el raquítico PC mexicano. En Europa, la debilidad del PC británico, fundado en 1921 y que nunca obtuvo más de dos miembros en el Parlamento de Westminster, contrastaba con la fuerza del Partido Comunista Italiano, fundado, también en 1921, por Antonio Gramsci, lo cual ya daba fe de su nivel intelectual. La heroica resistencia comunista durante la Segunda Guerra Mundial convirtió al partido, llegada la posg...

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Allá en los tiempos de la guerra fría, se solía afirmar que nada cambiaba tanto de un país a otro como la Iglesia católica y el Partido Comunista. Bastaba comparar el vigoroso PC chileno con el raquítico PC mexicano. En Europa, la debilidad del PC británico, fundado en 1921 y que nunca obtuvo más de dos miembros en el Parlamento de Westminster, contrastaba con la fuerza del Partido Comunista Italiano, fundado, también en 1921, por Antonio Gramsci, lo cual ya daba fe de su nivel intelectual. La heroica resistencia comunista durante la Segunda Guerra Mundial convirtió al partido, llegada la posguerra, en la segunda fuerza política de Italia, con más de dos millones de miembros -tan fuerte, que sólo la alianza implacable del Vaticano, la CIA y la Democracia Cristiana (con una ayudadita de la Mafia) impidió el acceso del PC al poder-. Con Enrico Berlinguer, empero, el PC italiano emergió del dogmatismo de Togliatti y se convirtió en cabeza del eurocomunismo, anuncio, a su vez, del fin del imperio soviético y la división de Europa.De la misma manera, bastaría comparar la reaccionaria Iglesia católica de Argentina, tan dada a bendecir juntas militares, con la flexibilidad de la Iglesia chilena o la franca vocación pastoral de muchas iglesias centroamericanas. Recuérdense los martirios de eclesiásticos en la guerra de El Salvador. En otros países, ha habido una división tradicional entre el alto y el bajo clero. Brasil es un ejemplo, y otro, notorio, México. La patria de los curas Hidalgo y Morelos también lo ha sido de los arzobispos Labastida y Munguía.

La beatificación al alimón de los papas Pío IX y Juan XXIII ilustra, una vez más, las esquizofrenias del Vaticano. Dos beatos más distintos no podían imaginarse. Pío nono, Pontífice de 1846 a 1878, representó la más ultramontana reacción católica. Vencido en el proceso de la unificación de Italia, fue el último "papa rey", y se vengó excomulgando al primer monarca de la Italia unida, Víctor Emanuel. No fue éste el mayor de sus pecados. Mandó decapitar patriotas y secuestrar niños judíos. Derrumbó el gueto romano sólo para levantar de nuevo sus murallas a medida que su conservadurismo se petrificaba. Convocó el Primer Concilio Vaticano en 1869 sólo para ratificar "los principales errores de nuestra época", a saber: el racionalismo, el naturalismo, el comunismo, el socialismo y, en su totaliidad, la vida moderna. "El Pontífice no puede hacer compromisos con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna", explicó textualmente Pío nono, quien, de paso, declaró la infalibilidad del Papa.

Pío nono tuvo una incidencia fundamental en la historia de México. Apoyó la aventura imperial de Maximiliano con una condición: que el monarca austriaco restaurase las propiedades clericales expropiadas por las Leyes de Reforma. Y, aunque Pío nono sólo le pedía a Maximiliano la devolución de un tercio de dichas propiedades, el arzobispo Pelagio de Labastida, más papista que el Papa, exigió la devolución total. Maximiliano, fatalmente modernizador, insistió en mantener las reformas liberales de Juárez, porque en ellas veía el germen de una clase media mexicana y un baluarte contra los radicales. Además, el habsburgo había declarado la necesidad de reformar al "corrupto clero mexicano".

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Errores que le costaron, al cabo, la vida. Pío nono jamás le concedió a Maximiliano el Concordato del Imperio con la Iglesia, y la visita de Carlota a Pío nono en septiembre de 1866 fue el último acto político de la sagaz hija de Leopoldo de Bélgica. Recibida por Pío nono el 27 de septiembre, el Papa le reiteró a la emperatriz las condiciones para un Concordato con México: devolver los bienes del clero y terminar con la tolerancia religiosa. Al escucharlo, los "aristócratas" mexicanos que acompañaban a la emperatriz se arrojaron a los pies del Pontífice y le besaron las babuchas coloradas. Pero Carlota, allí mismo, perdió la razón.

Juárez fue duro con Maximiliano. Su decisión de fusilarlo fue un "Nunca Más": México sería una república independiente. El Tigre Clemenceau, desde la Cámara de Diputados francesa, pidió la ejecución de Maximiliano; Víctor Hugo, clemencia para el emperador impuesto por Francia. Juárez "el impasible" no se dejó conmover. En cambio, se mostró prudente y hasta compasivo con los vencidos, incluyendo al arzobispo Labastida, que pudo regresar a México en 1871.

Juan XXIII fue la antítesis de Pío. Convocó el Concilio Vaticano II en 1962, verdadero aggiornamento de la Iglesia católica. Juan XXIII afirmó los valores de la participación, la democracia y la solidaridad mediante el respeto a la dinámica social de cada pueblo. "Dios", declaró, "cabe en la historia". Y "la Historia" es una palabra que aparece 63 veces en los textos del Concilio. El Papa neutralizó a la Curia que quiso neutralizarlo y mantener el statu quo defendido por el Papa filonazi Pío XII. En cambio, Juan XXIII se propuso "servir al género humano y no sólo a los católicos", acoger la legitimidad de la cultura moderna y ver claramente el punto en el que el Evangelio se encuentra con la naturaleza humana.

"Una cosa es el sustrato de la fe y otra su formulación", dijo memorablemente Juan XXIII, el Papa del ecumenismo, que en la encíclica Mater et Magistra ubicó a la Iglesia en el mundo actual y en la Pacem in Terris hizo un llamado a Nikita Jruschov y a John F. Kennedy que se convirtió en impulso original para dar fin a la guerra fría.

Que Juan Pablo II dé pábulo a la beatificación conjunta de dos pontífices tan distintos provoca a su vez una reflexión sobre las luces y sombras de su propio papado y la incertidumbre que su tiempo en el trono de San Pedro deja como herencia para el siglo XXI. Por ello, la beatificación simultánea de Pío nono y de Juan XXIII tiene especial importancia para un continente católico como lo es el latinoamericano, y sobre todo para un país como México, que, por primera vez en un siglo -con la excepción de Manuel Ávila Camacho-, tendrá un presidente creyente, Vicente Fox.

Fox ha manifestado repetidamente -como lo hizo el católico Kennedy en la campaña norteamericana de 1960- que su confesión religiosa no significa intolerancia, sino respeto e inclusión laicas. Por desgracia, el sólo hecho de que un católico y un partido de derecha, el PAN, lleguen al poder en México ha resucitado las más antiguas ambiciones y los más perversos prejuicios de una reacción clerical y conservadora mexicana que quisiera regresar al amable mundo anterior a Benito Juárez y la Reforma: en contra del aborto en toda circunstancia, homofobia, misoginia, moralina, censura de las artes, control de las conciencias. Obispos y arzobispos, autoridades panistas, mochos y mochuelos de todo orden han sentido -con razón o sin ella- que el triunfo de Fox es el triunfo de sus dogmas y prejuicios.

A Fox le corresponde vigilar y meter al orden republicano y democrático no al Labastida vencido de hoy (Francisco), sino al invicto Labastida de ayer (Pelagio). Su problema es un poco el de una famosa compañía fílmica de Hollywood, la Twentieth Century Fox. ¿Cómo se llamará en el siglo XXI? Ojalá que el presidente electo de México, Vicente Fox, llegue a ser un Twenty First Century Fox y no un Nineteenth Century Fox.

Carlos Fuentes es escritor mexicano.

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