Editorial:

La escalada del crudo

El encarecimiento del petróleo y las reiteradas subidas de las gasolinas y de los gasóleos está comenzando a erosionar la percepción que tiene la sociedad española de su próspera situación económica. Entre enero y agosto, el precio del gasóleo en las estaciones de servicio ha subido más de 12 pesetas, y la gasolina sin plomo, la más consumida, más de 14 pesetas. No es casualidad que sean los agricultores, los transportistas y los pescadores los que amenazan con movilizaciones, paros y boicoteos si el Gobierno no pone fin a la escalada de los precios de los derivados del petróleo, bien por inte...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

El encarecimiento del petróleo y las reiteradas subidas de las gasolinas y de los gasóleos está comenzando a erosionar la percepción que tiene la sociedad española de su próspera situación económica. Entre enero y agosto, el precio del gasóleo en las estaciones de servicio ha subido más de 12 pesetas, y la gasolina sin plomo, la más consumida, más de 14 pesetas. No es casualidad que sean los agricultores, los transportistas y los pescadores los que amenazan con movilizaciones, paros y boicoteos si el Gobierno no pone fin a la escalada de los precios de los derivados del petróleo, bien por intervención directa, bien por una rebaja de los impuestos de los combustibles. Las rentas agrarias han venido sufriendo una caída persistente incluso durante el último quinquenio, de elevado crecimiento económico, y el transporte está trabajando con márgenes insostenibles debido principalmente al excesivo grado de atomización de sus empresas. Ni agricultores ni transportistas tienen excesivas razones para participar de la euforia económica que transmite el Gobierno. Nadie debe extrañarse, pues, del elevado grado de crispación que está provocando la escalada del crudo. Entre los damnificados se encuentra también un buen número de asalariados que observan cómo pagan la gasolina o el gasóleo de automoción cada vez más caro mientras que sus rentas han perdido poder adquisitivo durante el último año, debido principalmente a la incapacidad del Ejecutivo para diseñar una política antiinflacionista eficaz.

El Gobierno empieza a comprender ahora el coste político y social de su estrategia de cerrar los ojos ante las evidentes prácticas abusivas contrarias a la competencia, que han sido moneda común en el mercado de distribución de carburantes. Pero el problema es muy complejo, y no puede reducirse sólo a una cuestión de defensa de la competencia. Los agricultores argumentan que en muchas ocasiones no pueden transmitir a los precios finales los incesantes aumentos de los costes energéticos que incorporan a su producción; es una razón de peso, aunque no mencionan que el conjunto de los contribuyentes ya está subvencionando una parte del coste del gasóleo que utilizan. Los transportistas alegan problemas de supervivencia económica, igual que los pescadores. El Gobierno se enfrenta a una ecuación con demasiadas variables, algunas de las cuales debió despejar antes. No debe intervenir en el mercado congelando o embalsando los precios, porque esa decisión sería contraria a la liberalización que pregona; y tampoco es fácil bajar los impuestos de los carburantes para que agricultores, transportistas y pescadores se beneficien de un descenso del precio final, porque la fiscalidad de los carburantes en España está entre las más bajas de Europa.

En realidad, el primer dilema es político: ¿debe plegarse el Gobierno a las presiones de los grupos que piden una intervención política directa recurriendo incluso, como se hizo en periodo electoral con el butano, a una rebaja política de los impuestos, o sería preferible que Economía y el novísimo Ministerio de Ciencia y Tecnología articulasen una política energética firme que considerase otros factores además de la presión coyuntural de los sectores damnificados? Porque el coste de la energía debe establecerse también en función de consideraciones medioambientales y de ahorro energético. Frente a la tentación de ceder sin más a las presiones, muy justificadas desde la perspectiva de los colectivos afectados, las autoridades del ramo deberían preguntarse si no sería rentable invertir en la mejora de las tecnologías agrarias, en la renovación del parque del transporte privado y de la flota pesquera para reducir el peso de los derivados del petróleo en el producto final. Un objetivo razonable de esa política energética, hasta ahora inexistente, podría ser bajar los precios de los carburantes antes de impuestos mediante actuaciones de mejora de la competencia de los mercados y elevar al mismo tiempo la carga fiscal para ir conformando a medio plazo precios disuasorios del consumo excesivo y más homogéneos con los europeos, a los que fatalmente tendrán que aproximarse.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Hay países que tienen una política energética firme de ahorro y una estrategia fiscal con objetivos muy precisos de estímulo de la economía y redistribución de la renta. Pero España no está entre ellos. La prueba es que el rosario de protestas de los afectados por el crecimiento de los precios energéticos se ha recibido con un espeso silencio administrativo y una indiferencia política que resulta inquietante. El Ejecutivo no parece interesado en promover un debate social que ayude a definir una política energética y fiscal coherente con el resto de Europa.

Archivado En