Tribuna:Un relato de Juan Villoro

Entre amigos (2)

La verdad sea dicha, lo único que me interesaba en la Ciudad de México era la despedida de Keiko, la ballena negra. Los domingos de los divorciados dependen mucho del zoológico y los acuarios. Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para nosotros representa un santuario ballenero.Decidí pasar la mañana con Tania viendo nadar a la ballena (que mi hija, con mayor propiedad, llama "orca"), y la tarde, buscando atractivos parajes violentos con Kramer (esto tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes). Quedaba u...

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La verdad sea dicha, lo único que me interesaba en la Ciudad de México era la despedida de Keiko, la ballena negra. Los domingos de los divorciados dependen mucho del zoológico y los acuarios. Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para nosotros representa un santuario ballenero.Decidí pasar la mañana con Tania viendo nadar a la ballena (que mi hija, con mayor propiedad, llama "orca"), y la tarde, buscando atractivos parajes violentos con Kramer (esto tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes). Quedaba un asunto pendiente: ¿cuándo escribiría la sinopsis? Mientras trataba de salvar un rastro de coca en un billete con la efigie de sor Juana, pensé en una razón de fondo que inmovilizara mi trabajo. ¿Qué sentido tiene escribir guiones en un país donde la Cineteca explotó mientras se exhibía La tierra de la gran promesa y donde nunca hay la menor concordancia entre lo que imagino y el apuesto varón que gimotea mis parlamentos en la pantalla? "Escribe una novela", me decía Renata, en los años en que modificaba hábitos en mi favor: "Ahí los efectos especiales salen gratis y los extras no están sindicalizados: sólo cuenta tu mundo interior". Nunca olvidaré esta última frase; Renata me vio con los ojos castaños que por desgracia no heredó Tania, como si yo fuera un paisaje interesante y un poco difuso. Ninguna de las acusaciones posteriores ni los altercados que llevaron al divorcio me lastimó como esa expectativa generosa. Su confianza fue más devastadora que sus críticas certeras: hubo una época en que Renata me atribuyó las posibilidades que nunca tuve. Lo cual lleva a la auténtica razón por la que escribo guiones: ahí el "interior" se refiere a la escenografía y se decora con sofás.

Llamé a Gonzalo Erdiozábal. No escribe, pero su biografía parece un documental de etnología moderna. Fue un aguerrido actor de teatro universitario (recitó el monólogo de Hamlet sumido en un pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el Río Pánuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un vídeo sobre la mariposa monarca y abrió un portal en Internet para darle voz a las 56 comunidades indígenas del país. Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores que no conoce y encuentra en mi despensa ingredientes para hacer guisos exquisitos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante. Sin embargo, en momentos de soledad resulta indispensable. Cuando me separé de Renata ignoró mi patético deseo de aislarme, y me visitó una y otra vez; llegaba cargado de revistas, vídeos, un ron antillano dificilísimo de conseguir.

Gonzalo me dijo por teléfono que jamás había pensado escribir una sinopsis, es decir, que aceptaba. Sentí tal alivio que quise añadir algo:

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
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-Kramer está en México.

La noticia no le interesó. Habló de un antiguo condiscípulo que había montado a Genet en un gimnasio. En su boca, los hechos corren el riesgo de durar lo mismo que en la realidad. Colgué el teléfono.

Fui por Tania. La ciudad estaba tapizada de imágenes de la ballena. Éste es un gran sitio para criar pandas. Las orcas necesitan mayor libertad para fundar una familia. A eso se iba Keiko. Se lo expliqué a Tania, que acaba de aprender la palabra "siniestro" y le encuentra numerosas aplicaciones.

Debíamos estar contentos, Keiko tendría familia en altamar. Me vio con ojos entrecerrados. Le conté el cuento de las zanahorias carnívoras antes de que dijera "siniestro". La ballena había sido amaestrada para despedirse de los mexicanos. Hizo adiós con una aleta mientras cantamos Las golondrinas. Un mariachi de diez trompetas tocó canciones tristísimas y un cantante exclamó: "¡No lloro: no más me sudan los ojos!"

Keiko saltó por última vez. Parecía sonreír con su boca amenazante. A la salida, le compré a Tania una ballena inflable.

Había incendios forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada. Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta. Tomamos la carretera, sin decir palabra. Odié a Kramer, con el que nunca podría hablar de Keiko, y a Gonzalo, que seguramente había sido instructor de cetáceos en el Pacífico. Dejé a Tania con la promesa de inflarle su ballena y fui a Los Alcatraces. Eran las cuatro de la tarde. Kramer ya había comido; le resultó intriguing que los mexicanos almorzáramos tan tarde. El sitio era ideal para torturarlo y que él me diera las gracias. Había música ranchera a todo volumen, sillas con los colores de juguetería que los mexicanos sólo vemos en los restaurantes típicos, seis salsas picantes sobre la mesa y un menú con tres variedades de insectos, molestias suficientemente folclóricas para que mi contertulio las padeciera como experiencias.

La calvicie había ganado terreno en la frente de Kramer. Llevaba una camisa de cuadros y un reloj con extensible de plástico transparente. Sus ojos pequeños, de intensidad lapislázuli, se movían con insistencia, como si buscara una mosca perdida para su reportaje. Pidió café descafeinado (sólo había de olla, con canela y piloncillo). Quería cuidar sus alimentos; sentía un latido en las sienes: bing-bing-bing. "Es la altura, nadie digiere a 2.200 metros", lo tranquilicé. Me habló de sus problemas de trabajo. Lo odiaban en tres redacciones. Había tenido la suerte de ir a sitios que se volvían conflictivos con su llegada. Fue el primero en documentar las migraciones masivas de Ruanda, el genocidio kurdo, la fuga tóxica del complejo Carbide en Siam. Había ganado premios y enemistades por doquier. Sentía la respiración de sus enemigos en la nuca. Teníamos la misma edad (36), pero él se había gastado de un modo suave, como si hubiese recorrido África sin aire acondicionado. Sus ojos revisaron las otras mesas antes de decir: "No quería volver a México". ¿Era posible que alguien curtido en golpes de Estado y nubes radiactivas temiera la vida mexicana? "Aquí hay algo inapresable: la maldad es trascendente", se pasó los dedos por la calva. Me sirvieron un jarrito de café. El asa estaba rota y había sido afianzada con una cinta adhesiva. Señalé mi jarro: "Aquí hasta la maldad es improvisada".

Kramer me gustó más en su faceta paranoica. No era el manipulador aburrido y ambicioso de la visita anterior. Quería hacer su nota y salir huyendo. Costaba trabajo adecuarse a sus temores; había un énfasis desmedido en su conducta, como si ya advirtiera signos del peligro que debía evitar. ¿Me ocultaba algo que sabía o intuía? Más aún: ¿deseaba protegerme a mí, su informante, la Garganta Profunda que arrojaría los convincentes datos del desastre?

Le pedí su teléfono celular. Hablé con Pancho. Me citó a dos calles del restaurante, en el estacionamiento de un Oxxo. Quise que Kramer presenciara un conecte de cocaína, tan sencillo y barato como pedir una Pizza Dominoes. El delito como rutina.

Pancho llegó en un Camaro gris, acompañado de sus hijas pequeñas. Se acercó a mi ventanilla; se recargó en ella; dejó caer un papel; tomó los 200 pesos presionados en el saludo. "Cuídate", me dijo, una palabra intimidatoria en alguien con dedos temblorosos, rostro consumido, piel apergaminada. La cara de Pancho es el mejor antídoto contra sus drogas. O quizá no, quizá ejerce la seducción de un rey fenicio defectuosamente embalsamado. Samuel Kramer lo miró con avidez.

Fui al Oxxo a comprar cigarros. Estaba en la caja cuando una sombra rápida entró en mi campo visual. Pensé que asaltaban la tienda. Pero el cajero miraba con más curiosidad que horror. Desvié la vista. Del otro lado del cristal, Kramer era sacado de mi coche por un tipo de pasamontañas. Una pistola escuadra le apuntaba en la sien. Un segundo hombre de pasamontañas salió del asiento trasero de mi coche, como si hubiera buscado algo ahí. Se dirigió a quienes mirábamos la escena desde la tienda: "¡Hijos de su pinche madre!". No vimos el fogonazo de la detonación; el insulto bastó para tirarnos al suelo entre latas y cajas. Cuando salí del Oxxo, las puertas de mi coche estaban abiertas, con el desamparo de los autos recién vandalizados. De Kramer sólo quedaba un botón que se le desprendió en la refriega. Una nube colorida subía al cielo, despidiendo un aroma químico. El secuestrador había destruido las dos equis del letrero de neón. Extrañamente, las otras dos letras seguían encendidas.

Continuará

Juan Villoro (México, 1956) es autor de El disparo de Argón y La casa pierde (Alfaguara)

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