Tribuna:ASTE NAGUSIA

Pasados por aguaPEDRO UGARTE

A la hora en que el cronista empieza a escribir estas líneas Bilbao es un damero de cemento acosado por la lluvia. Cae agua y no para. Desde el primer día de fiestas siempre había algún momento en que el cielo amenazaba (amenazaba algo), pero me parece que, en el fondo, preferíamos mirar hacia otro lado. Hay amenazas que sólo se hacen realidad si las presentimos en exceso. Ahora, por la mañana, llueve a rabiar. Claro que sólo podemos constatar la realidad los que estamos despiertos a estas horas, unas horas auténticamente intempestivas para los que viven la fiesta con nocturnidad, premeditació...

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A la hora en que el cronista empieza a escribir estas líneas Bilbao es un damero de cemento acosado por la lluvia. Cae agua y no para. Desde el primer día de fiestas siempre había algún momento en que el cielo amenazaba (amenazaba algo), pero me parece que, en el fondo, preferíamos mirar hacia otro lado. Hay amenazas que sólo se hacen realidad si las presentimos en exceso. Ahora, por la mañana, llueve a rabiar. Claro que sólo podemos constatar la realidad los que estamos despiertos a estas horas, unas horas auténticamente intempestivas para los que viven la fiesta con nocturnidad, premeditación y alevosía.Uno se ha acostado hasta ahora con cierta discreción. En su agenda particular es el próximo jueves cuando le espera la Noche de Todas las Batallas, porque la Semana Grande es también un hervidero de pequeñas tradiciones, de citas acordadas desde hace muchos meses. Las cuadrillas de amigos ofician año tras año las mismas celebraciones en los mismos lugares y se obstinan en oficiar esos ritos a lo largo de toda la vida.

Sí, el que escribe ha estado reservón. De hecho, sus visitas al kiosco de prensa han sido hasta ahora matutinas. En el revistero que hay cerca del portal de casa, el que escribe ha constatado la presencia de almas en pena, que pedían una lata de cerveza, persuadidos de que la fiesta aún no había terminado. Valerosos restos de la noche, mantenían el tipo con una dignidad que sólo quebraba a la altura de los ojos, donde unas ojeras como odres de vino invadían las mejillas.

El oficio de la fiesta es duro incluso en eso, en sobrellevar el peso del propio cuerpo, de sus órganos y humores, cuando se accede al mediodía y las almas extraviadas de la fiesta se topan con gente que trabaja, que hace recados o que simplemente compra los periódicos.

Gracias a la fiesta, los horarios se confunden. Los turnos implacables que gobiernan la vida durante el resto del año se pulverizan de improviso. Ni siquiera hace falta ser madrugador para encontrar en la calle a los últimos testigos de la noche anterior. Durante algunos años, al que escribe le tocó trabajar en fiestas. Era patético acudir al centro de trabajo, rondando las ocho de la mañana, cuando aún la gente se divertía. Ése es otro de los efectos de la fiesta: que los papeles sociales se invierten. Un tipo encorbatado se dirige a su trabajo sorteando los risueños cadáveres que dormitan por las aceras o los cuerpos titánicos que aún fuman o beben aquí o allá. Patético, por supuesto. Pero patético el sufridor de la corbata, disfrazado de carnaval cuando no toca.

A la hora en que el cronista concluye estas líneas, por fin, ha dejado de llover. No obstante, unas nubes amenazantes siguen cubriendo el cielo de la villa. La incógnita de cómo fue la tarde se habrá despejado ya cuando usted lea esta crónica: por cierto, ¿siguió lloviendo o no a lo largo del día? Me lo diga, por favor.

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