LA OFENSIVA DE ETA

"Nos falta José Mari, ¿por qué?"

Los empleados de José María Korta regresaron ayer al trabajo ante una pancarta que pregunta en euskera a sus asesinos por las razones del crimen

Qué difícil es seguir preguntando cuando quien está enfrente y tiene que responder, un hombre hecho y derecho, de 42 años, director comercial de una empresa que exporta a los cinco continentes y factura 2.000 millones de pesetas al año, un perfecto desconocido hasta cinco minutos antes, se echa a llorar, silenciosa pero desconsoladamente, apenas cubriéndose el rostro con las manos, jugueteando con un bolígrafo que le ha servido para dibujar un ...

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Los empleados de José María Korta regresaron ayer al trabajo ante una pancarta que pregunta en euskera a sus asesinos por las razones del crimen

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Qué difícil es seguir preguntando cuando quien está enfrente y tiene que responder, un hombre hecho y derecho, de 42 años, director comercial de una empresa que exporta a los cinco continentes y factura 2.000 millones de pesetas al año, un perfecto desconocido hasta cinco minutos antes, se echa a llorar, silenciosa pero desconsoladamente, apenas cubriéndose el rostro con las manos, jugueteando con un bolígrafo que le ha servido para dibujar un croquis de la forma y el lugar donde su amigo José María Korta, presidente de los empresarios guipuzcoanos y dueño de la empresa en la que él trabaja desde hace diez años, murió el martes pasado, destrozado su cuerpo por un coche cargado de explosivos colocado allí por asesinos de ETA."Soy la última persona que lo vio con vida", se lamenta José Ramón Zubeldia, director comercial de Korta, SA; "me había despedido de él unos segundos antes. Enseguida escuché la explosión. La onda expansiva me tiró para atrás. Bajé y lo encontré... Lo encontré fatal. Mi coche, aparcado al otro lado del que contenía la bomba, estaba ardiendo. Tiré de José Mari y lo intenté reanimar. Le decía: '¡Vamos, vamos, vamos!, ¡no te vayas, José Mari!'. Pero ya estaba muerto".

Ayer se cumplieron cinco días de aquel horror, pero la imagen seguía allí envolviéndolo todo: el coche ardiendo, la sangre que brotaba del cuerpo del amigo, las sirenas de la policía y de las ambulancias. También seguía allí el asfalto quemado, señalando el lugar donde cayó. Sus 60 empleados -casi todos amigos, guipuzcoanos de Zumaia como él, también euskaldunes- volvieron al tajo. Desfilaron silenciosos delante de la huella del atentado, de un ramo de flores recostado sobre el bordillo de la acera y de una pancarta que hablaba en euskera por todos ellos: "Nos falta José Mari, ¿por qué?".

Nadie se acercó en todo el día a ofrecerles una respuesta. Quizás tengan que esperar al próximo comunicado de ETA para saber el porqué del crimen, si acaso Euskadi es ahora más libre, más justa, más independiente que "cuando vivía" José Mari. A Zubeldia le brotan de nuevo las lágrimas al percatarse de que está hablando en pasado. "Cuando vivía José Mari", dice, y se le humedecen los ojos. Le es difícil hacerse a la idea -a él y a todos los que ayer fueron a trabajar- de que José Mari no va a volver, de que la muerte del amigo es definitiva.

También es definitiva la frase siguiente: "El mejor de los Korta ha muerto". No lo dice cualquiera. Lo dice Cándido Korta, uno de los diez hermanos del empresario asesinado. Cándido, 18 meses menor que la penúltima víctima de ETA, se enteró en alta mar. Había salido con unos amigos a la captura del bonito cuando puso la radio para escuchar las noticias. "Sería la una de la tarde", calcula; "no me acuerdo de a cuántas millas estábamos mar adentro. Fue la primera noticia que dieron. Asesinado José Mari Korta. Mi hermano...".

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Cándido tiene los ojos claros y el porte atlético de su hermano. Mira al periodista y le advierte: "Da igual. Por mucho interés que ponga, por muy bien que intente contarlo, será imposible que describa lo que sentí realmente cuando me enteré de la noticia, lo larga que se me hizo la travesía de vuelta, lo rápido que vine desde el puerto de Zumaia hasta aquí, lo que le dije al policía que no me dejaba atravesar el cordón para ver el cuerpo de mi hermano, lo que sentí cuando al fin conseguí levantar la sábana y contemplar a José Mari, lo que le habían hecho".

Cándido no llora, pero tampoco ha dicho todas estas frases de una vez. Las ha ido soltando poco a poco, en voz muy baja, como no queriendo oírlas, intentando no escuchar de su propia boca el relato de la tragedia. "Ayer", añade, "después de venir a la fábrica y hacer una asamblea con los trabajadores, me fui a casa. Estaba destrozado y me tumbé en la cama. Todo lo sucedido me seguía dando vueltas. Su cara no se me va de los ojos".

Esta fábrica era el sueño de José María Korta. Por ella había luchado desde que en 1972 fundó junto a sus diez hermanos Korta, SA, en la cuadra del caserío familiar. Hace sólo un año y dos meses que se habían mudado aquí, al polígono de Gorostiaga, desde el viejo taller, en el barrio de Narrondo, dentro mismo de Zumaia. Aquí seguiría perfeccionando y exportando a todo el mundo los husillos a bolas, un componente de mucha precisión destinado al control numérico de las máquinas herramientas. Orgulloso estaba José María de que el 65% de sus clientes fueran extranjeros y de que en cierta ocasión tuviera que hacer un agujero en la pared del viejo taller para sacar uno de sus husillos, destinado a la plataforma de lanzamiento del cohete Arianne.

De Zumaia al espacio, así era José María, muy de aquí, pero capaz de defenderse en inglés o francés con quien hiciera falta. Viviendo y soñando en euskera, era, sin duda, mucho más universal que los que durante estos días agrandan la tragedia indudable de su muerte por el hecho de que se sintiera nacionalista. No porque fuera buena persona, mejor empresario, el más emprendedor de sus hermanos. No. Un artículo publicado en el diario Deia, cercano al PNV, se refería a él de la manera siguiente: "Su acento le delataba como un vasco de siempre (...). Su aspecto físico también era de los de pedigrí, de los que tenían cara de aquí. Y es que José Mari lo tenía todo y todo bueno, marca de la casa. Además, era abertzale, por ende nacionalista y simpatizante y votante del PNV".

Ninguno, en cambio, de los trabajadores que hablaron ayer de José Mari se refirieron a él por su pedigrí, su cara de vasco o su papeleta de voto. Sí por lo buena persona que era, por lo implicado que estaba en la educación de los más jóvenes o por su amor al deporte. "El otro día", contaba su director comercial, "alguien le pidió que echara una mano en la prueba ciclista infantil de Zumaia y no se crea que delegó. Cogió una furgoneta de la empresa y la convirtió en coche escoba. Él mismo se puso al volante. Disfrutó más que los niños". Un vecino entrañable para la gente de Zumaia como lo era Francisco Casanova, el subteniente asesinado un día después, para la de Berriozar. A uno y otro los lloraron sin consuelo.

"Él siempre llevó la voz cantante", asegura Zubeldia; "no era el mayor, pero sí el padre de todos sus hermanos. A todos ayudaba, fueran de su familia o no. Para todos tenía un rato. Se le podía ver a cualquier hora, sin cita previa ni protocolo. Por eso lo han matado, porque era demasiado bueno, porque si hubiera sido un cabrón...".

Debajo de sus palabras, de su tristeza, sobrevive un recuerdo. Llega de principios de diciembre del año pasado. ETA acababa de romper la tregua. Fue un mazazo para todos; también, sobre todo, para José María, que siempre había apostado de corazón por el diálogo. "Le hicimos ver", explica Zubeldia, "la posibilidad de que llevara escolta y la rechazó tajantemente. '¿Quién me va a querer matar a mi?', nos preguntó para zanjar la conversación". La respuesta vino de los de siempre.

Quizá falten nombres propios en este reportaje. Los de los trabajadores de Korta, SA, que ayer fueron llegando uno tras otro, puntuales a su cita con el regreso. Apenas podían hablar. Sin duda la de Korta fue ayer la fábrica más silenciosa del país. Nadie charlaba junto a las fresas. Mientras iban entrando miraban de reojo el lugar donde cayó su jefe, los cristales todavía rotos. "¿Cómo se nos va a ir de la cabeza?", se preguntaba uno de ellos. Este hombre, aquél que entra ahora y ése que acaba de llegar se apoyaron el martes sobre el muro de chapa de la fábrica, sobre los árboles de la carretera, y lloraron largamente, con rabia, a su jefe asesinado. Lágrimas de impotencia, pero también de compromiso como las que le brotan de nuevo a Zubeldia: "Hay que seguir. Que nos estará viendo José Mari desde algún lugar del cielo".

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