Tribuna:LA CRÓNICA

Puro teatro SERGI PÀMIES

El director del Institut del Teatre, Pau Monterde, me invita, junto con otros periodistas, a visitar la nueva sede del Institut, colindante con el Mercat de les Flors, allá en la futura Ciutat del Teatre. El edificio todavía no está terminado, pero lo estará en septiembre. "Aunque las oficinas las trasladaremos a finales de este mes", asegura Monterde. En la entrada, se nos somete a un control de identidad y se nos obliga a ponernos casco para visitar las obras. Lo curioso es que la mayoría de los que trabajan pasan de ponérselo y, al cabo de cinco minutos, comprendo por qué: da un calor que t...

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El director del Institut del Teatre, Pau Monterde, me invita, junto con otros periodistas, a visitar la nueva sede del Institut, colindante con el Mercat de les Flors, allá en la futura Ciutat del Teatre. El edificio todavía no está terminado, pero lo estará en septiembre. "Aunque las oficinas las trasladaremos a finales de este mes", asegura Monterde. En la entrada, se nos somete a un control de identidad y se nos obliga a ponernos casco para visitar las obras. Lo curioso es que la mayoría de los que trabajan pasan de ponérselo y, al cabo de cinco minutos, comprendo por qué: da un calor que te cagas. Preguntas básicas: ¿quién paga la obra? (la Diputación), ¿cuánto cuesta? ( 5.000 kilos), ¿quienes son los arquitectos? (el dúo Sanabria-Comerón).Avanzamos. Escaleras que dan a cáscaras arquitectónicamente impresionantes de las que cuelgan cables, conducciones de aire acondicionado y formas que, con la ayuda de la imaginación, permiten adivinar la presencia de un futuro escenario. La Sala Ovidi Montllor, un pequeño teatro a la italiana que albergará más de 300 butacas, parece la joya de la corona. Será, junto a otra de aforo más reducido, el lugar en el que los estudiantes podrán ejercitar su vocación en unas condiciones técnicas envidiables. La obra es impresionante. Distribución racional del espacio, zonas de luz, funcionalidad y polivalencia, y la sensación de que el lugar será tan agradable que nadie deseará estudiar aquí, sino que vendrán simplemente a contemplarlo. Antes, para estudiar en un sitio así, uno tenía que emigrar a EE UU o a cualquier país europeo civilizado con niebla y alquileres inhóspitos. Ahora bastará con emigrar a Barcelona y soñar con que algún avispado director se fije en el talento de los futuros usuarios de esta infraestructura.

Aunque se le llama Institut del Teatre, aquí el teatro no es lo único importante. El espacio dedicado a la danza y a la coreografía invita al agravio comparativo. Las aulas dedicadas a la danza son una maravilla y, al verlas, siento la tentación de ponerme unas mallas y empezar a ejercitar esos pasos y grands écarts que, en la intimidad, tanto prestigio me han dado. Pero llevo casco y estoy de servicio, así que, por respeto a mis colegas, me contengo.

En el nuevo Institut habrá, por supuesto, cafetería, restaurante, biblioteca, centro de documentación, mediateca, sala de exposiciones (la primera, dedicada a Els Joglars) museo y diversas dependencias que darán cabidas a talleres de realización audiovisual, escenografía, sonido, iluminación, etcétera. Subimos a la azotea. El sol castiga nuestros cascos (de plástico) y me hace pensar en un plato de sesos a la romana. Contemplamos la vista que confirma lo feo que es Montjuïc, con su horrible Palau Nacional. A la derecha, una antena parabólica Ikusi mejora un poco el paisaje. Al salir, hay que sortear una trinchera de sacos de arena procedentes de Alcalá de Henares. Veinte mil metros cuadrados dan para mucho. Si los dividimos entre los 5.000 millones, el metro cuadrado sale a 250.000 ptas. No está mal, aunque, en este caso, parecen bien aprovechados. Casi 50 aulas para unos 700 alumnos que, en el futuro, ya no podrán achacar sus limitaciones interpretativas a la escasez de medios. En el interior, la actividad es frenética. En una columna, una inscripción profesional: "Ojo al cable". En otra, una inscripción personal: "Mucho maricón en esta empresa". Sudo la gota gorda.

Se me ocurre que estas visitas deberían extenderse también a los ciudadanos que contribuyen a su construcción con sus impuestos. Si viéramos de cerca en qué se gastan nuestro dinero, quizá tendríamos más elementos para opinar. Resulta estimulante dividir mentalmente y calcular qué parte del edificio le pertenece a uno. Tras numerosos cálculos, deduzco que me corresponde uno de los escalones que llevan a una de las aulas. En una radio, suena una versión del guerapa del anuncio. Un operario contesta a su móvil. Otro contempla cómo uno de sus colegas enyesa el marco de una puerta. Teatro dentro del teatro, pienso. Lástima que los que están ahora aquí, sudando para terminar la obra y cumplir los plazos, no puedan recibir, cuando terminen, la calurosa ovación del público.

Manolo S. Urbano
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