Tribuna:LA CRÓNICA

Envidia insana de A Coruña AGUSTÍ FANCELLI

Regresé de A Coruña con envidia de la ciudad. Envidia insana.Me había llevado hasta allí un Festival Mozart que, en su tercera edición, vive sus mejores horas Sturm und Drang. En el Palacio de la Ópera, que lo es también de congresos, daban un programa doble: por la noche Don Giovanni y durante la mañana un simposio sobre patologías digestivas en el que se habían citado 2.000 médicos de toda España. Yo había viajado para asistir al primero de los espectáculos, pero, mientras me abría paso entre mostradores de laboratorios farmacéuticos para llegar hasta la sala, no dejaba de relacionarlo con e...

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Regresé de A Coruña con envidia de la ciudad. Envidia insana.Me había llevado hasta allí un Festival Mozart que, en su tercera edición, vive sus mejores horas Sturm und Drang. En el Palacio de la Ópera, que lo es también de congresos, daban un programa doble: por la noche Don Giovanni y durante la mañana un simposio sobre patologías digestivas en el que se habían citado 2.000 médicos de toda España. Yo había viajado para asistir al primero de los espectáculos, pero, mientras me abría paso entre mostradores de laboratorios farmacéuticos para llegar hasta la sala, no dejaba de relacionarlo con el segundo: el estómago del libertino sevillano es, sin dudarlo, uno de los más portentosos jamás creados por la literatura universal. Reflexionaba también sobre la polivalencia de ese palacio con aspecto de columnata de Bernini y sobre la vitalidad de una organización capaz de simultanear dos actividades de semejante envergadura. Con capacidad para casi 1.800 personas, el auditorio coruñés padece el síndrome contrario al de Barcelona: el agobio del llenazo en lugar del depresivo horror vacui. Rodeado de bares por todos sus lados, las salidas de los espectáculos que allí acontecen se convierten en una fiesta de percebes y ribeiro en taza. Recientemente he sabido de un pintor, cuyo nombre callaré, que tras haber asistido a su primer concierto en el edificio junto a la plaza de las Glòries, consideró seriamente la posibilidad de pasar la noche en un hotel de las inmediaciones, al verse incapaz de cruzar a esa hora el páramo que le separaba de la civilización. Lo tenía crudo, el pobre, a no ser que en Sancho de Ávila se avinieran a prestarle uno de los velatorios.

Por lo demás, mientras Barcelona discute sobre pérdidas de pesos culturales con respecto a Madrid, A Coruña disfruta de una orquesta, la Sinfónica de Galicia, que le da cien vueltas a la del Liceo y el Teatro Real juntas. Pero si eso aumentó mi envidia, no lo hizo tanto como descubrir a la mañana siguiente, en pleno casco antiguo, a escasos metros del monumental Ayuntamiento, una plazuela dedicada al humor. Plaza del Humor, así se llama. En ella un mofletudo Álvaro Cunqueiro en piedra se halla sentado en un banco viéndolas pasar, justo enfrente a un no menos impertérrito Alfonso Castelao. Pintados en el suelo, un amplio abanico de cachondos: desde Aristófanes, el Arcipreste de Hita y Quevedo hasta Charlie Rivel, Cantinflas, Carpanta, la familia Ulises, la Pantera Rosa, Forges, Groucho Marx y Mafalda, cogida ésta de la mano de Pepe Isbert. Ocupa el centro de la plaza una fuente en forma de gato con un extraño cuerno en mitad de la frente. No me resisto a transcribir el cuento minimalista que se lee al pie, firmado por el gran Cunqueiro. Está en gallego, lengua que espero conozcan ustedes tan bien como yo: "O Gatipedro e un gato branco cun corno negro que entra pola noite nas casas onde hai nenos durmiendo, e verque auga polo corniño para que os nenos soñen que mexan, e de verdade mexen na cama". Una muestra fetén del surrealista humor gallego. Toda la plaza de hecho lo es. Conviene saber que Paco Vázquez, el eterno alcalde socialista de la ciudad, es un loco del cómic y cada año dedica un salón al asunto, se supone que una vez finalizadas las óperas y los simposios del aparato digestivo.

Verde de envidia a esas alturas, me puse a pensar si cerca de mi Ayuntamiento había alguna cosa que pudiera comparársele. Di con las plazas de Sant Jaume, Sant Miquel, Sant Felip Neri, Sant Just y Sant Iu, amén de la del Rei y el Pla de la Seu: nada que me diera mucha risa, la verdad. Me puse entonces a repasar el callejero, no fuera que yo ignorara que en mi ciudad existía una bonita avenida del Panxó de Riure o bien un más modesto pasaje del Somrís. Nada de nada. Encontré, eso sí, cerca de la Meridiana, la calle de Álvaro Cunqueiro, acaso promovida por Néstor Luján, gran amigo del escritor de Mondoñedo. Lo más cercano al humor practicado junto a las rías con que di en Barcelona fue una calle llamada Ja Hi Som, dificilísima de encontrar: se trata de un modesto camino de tierra que muere en la vía del funicular de Vallvidrera. Me pareció que una calle así bien podría figurar en un cuento de Cunqueiro o en la ciudad de cómic imaginada por el imprevisible Vázquez. Aunque luego recordé que, surrealismos aparte, "Ja hi som!" es también el grito culé de cuando el Barça empieza a perder partidos tontos en la Liga, y entonces volví a envidiar a A Coruña, esta vez por tener a un equipo como el Depor. Mi autoodio, insano, no tiene remedio, lo sé.

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