Tribuna:

Un tranvía llamado deseo

ENRIQUE MOCHALES

Enorme avance en el lavado de cara de Bilbao en vísperas de su setecientos aniversario fue cerrar con verjas los soportales de la Naja, hogar de yonquis sin techo. Afortunadamente, no nos dejamos a ningún inquilino metido dentro, porque el efecto hubiera sido lamentable. Recuerdo que cuando se tapió una antigua casa señorial de Indautxu, ahora totalmente restaurada, alguien se olvidó de un vagabundo que dormía la mona en su interior, resguardado del sol. Al atardecer, los tremendos gritos que pegaba el emparedado vagabundo, asomando la cara por un agujero entre ladrillo...

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ENRIQUE MOCHALES

Enorme avance en el lavado de cara de Bilbao en vísperas de su setecientos aniversario fue cerrar con verjas los soportales de la Naja, hogar de yonquis sin techo. Afortunadamente, no nos dejamos a ningún inquilino metido dentro, porque el efecto hubiera sido lamentable. Recuerdo que cuando se tapió una antigua casa señorial de Indautxu, ahora totalmente restaurada, alguien se olvidó de un vagabundo que dormía la mona en su interior, resguardado del sol. Al atardecer, los tremendos gritos que pegaba el emparedado vagabundo, asomando la cara por un agujero entre ladrillos, alertaron a unos cuantos vecinos que llamaron a los bomberos. En la operación de salvamento fue necesario darle -antes que nada- un trago al vagabundo, y después echar abajo la tapia.

La ciudad cambia, y puede que algún día no muy lejano, por qué no, veamos tapiar nuestra casa como ese mendigo. Aún peor sería que la echasen abajo, como les ocurrirá algún día a muchos. Pero ese es el precio del desarrollo. Cada vez que se acomete una obra otras se hacen necesarias. El Gran Bilbao debe crecer como lo haría un jardín botánico: perfectamente ordenado por especies. Así que la cosa sólo está empezando. En la era de los nuevos transbordadores espaciales y de las excursiones de turismo a la estratosfera, nuestro humilde tranvía constituye también un modesto hito, a pesar de que sospechemos que la inminente invención de la cabina de teletransportación dejará pronto obsoleto el actual sistema tranviario.

A pesar de todo, el nuestro va a ser un tranvía moderno, despojado del modélico encanto de un tranvía lisboeta y más cercano a un tren de diversión de Futuroscope, que atravesará Bilbao obedientemente cada tantos minutitos, silencioso como un suspiro. Una obra más que toma el relevo en la carrera del esplendor urbanístico del Versalles bilbaíno. Casi ná. No es terriblemente original decir que nuestro tranvía se llama, inevitablemente, deseo. Se le podría llamar incluso esperanza. Y es un simple tranvía. Ni siquiera hace falta que quede bonito, tan solo que lo hagan. Que hagan algo, no nos importa que el tranvía nos arrolle. Ese deseo común ha sido captado finamente por mentes aún más finas. Queremos que algo se mueva en la economía vasca, y qué mejor que un tranvía para simbolizar este progreso. Tan solo hace falta que avance, quién sabe hacia dónde, pero que avance.

Parece ser que con el tranvía y otros puntos de apoyo vamos a mover el mundo. Y me pregunto qué pensarán de ello, por ejemplo, los yonquis que fueron desalojados de los soportales de la Naja, o el vagabundo que dormía en algún lugar del muelle de Ripa. ¿Estarán más a gusto ahora? ¿Saben acaso ellos que Bilbao está cambiando a mejor? ¿Tienen cabida estas personas en la nueva sociedad perfecta? Mientras la torre de Pelli se levanta en las maquetas como un gran palote, flanqueada por hoteles, centros comerciales y viviendas de lujo, se plantean numerosísimos interrogantes delicados. ¿Qué ocurrirá mientras tanto con las zonas más deprimidas del Gran Bilbao y con la gente que vive en ellas? ¿Habrá guetos? ¿Cuál será el destino final, por poner un ejemplo cercanísimo y concreto, del barrio chino de Las Cortes, vergüenza de la ciudad civilizada? ¿Cohabitarán en armonía mejores y peores barrios? Podemos hallar el más despiadado contraste social en las ciudades más importantes del mundo. Nuestra platónica ansiedad urbanística, nuestro deseo de colocarnos entre una de las ciudades más singulares del mundo, o de la galaxia, no debería abjurar de los problemas de la gente que vive lejos del rascacielos.

No es extraño, tal y como están las cosas, que ignoremos a dónde nos va a llevar el tranvía de este desarrollo, que en la maqueta resulta tan evocador. Pero, no obstante, nos subimos a él. Después de todo, creemos que no tenemos nada que perder. Además, en todas partes hay personas que deberán abandonar un día su casa. Y en todas partes hay seres humanos sin techo. Sus estampas no lucen demasiado turísticas, y la sociedad les ha dicho claramente que deben escoger otro dormitorio, fuera del escaparate. Felicitémonos: hacerles coger el tranvía es una buena solución.

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