El juez que nunca se imaginó serlo

Antonio Giménez Pericás suele definirse como un niño de la guerra, que le soprendió a los seis años y le devolvió un padre ciego, al que le iba leyendo los partes de guerra con los que aquel militar republicando fue interiorizando el tránsito de la derrota. Así empezó su contacto con la lectura, que no ha abandonado jamás, después de haberse leído de cabo a rabo a Blasco Ibáñez, a Proudhon y a tantos otros. Para un personaje tan multilateral como Giménez Pericás, no es extraño (si acaso paradójico) que la lectura le entrara por los partes de una guerra perdida o que prefiriese hacer la milicia...

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Antonio Giménez Pericás suele definirse como un niño de la guerra, que le soprendió a los seis años y le devolvió un padre ciego, al que le iba leyendo los partes de guerra con los que aquel militar republicando fue interiorizando el tránsito de la derrota. Así empezó su contacto con la lectura, que no ha abandonado jamás, después de haberse leído de cabo a rabo a Blasco Ibáñez, a Proudhon y a tantos otros. Para un personaje tan multilateral como Giménez Pericás, no es extraño (si acaso paradójico) que la lectura le entrara por los partes de una guerra perdida o que prefiriese hacer la milicia universitaria en la Legión, porque entonces tampoco le gustaba jugar a las cartas ni el aburrimiento de la vida cuartelaria al uso. Liberal por educación y viajero por obligación y devoción, estudió leyes en Madrid, y allí conoció a lo que sería mas tarde la oposición al régimen franquista, que acabaría por robarle tres años, diez meses y unos días de su vida (fue encarcelado a raíz de la huelga de 1962). Interesado por la historia del Derecho, estudió en Alemania, donde trabajó de ayudante de camionero y pudo regresar a la España sórdida que dejó, y que encontró tras un viaje en moto.

Ya miembro del Partido Comunista, trabajó como periodista en los diarios Informaciones, de Madrid, y Hierro, de Bilbao, hasta que la cárcel dejó el estigma suficiente para no poder seguir ejerciendo la profesión. Dicen que el ministro Muñoz Silva afirmó en un Consejo de Ministros que no volvería a trabajar como periodista "ni en deportes". De vuelta a la abogacía, creó un despacho, luego colectivo, de abogados, ante la sucesión de juicios que se producían con la creación del Tribunal de Orden Público.

La apertura del cuarto turno de acceso a la carrera judicial le convirtió más adelante en juez instructor en San Sebastián y posteriormente, hasta hace un mes, en magistrado de la Audicencia Provincial de Vizcaya.

Un itinerario complejo que ahora trata de resumir en su canto a la memoria, como ejercicio de conocimiento y no como evocación nostalgica y sentimental de quien transitó casi sin descanso desde la guerra civil hasta la democracia. En la Legión conoció la firma del Concordato "porque apareció un cura" y en la cárcel supo de la vocación mágica del régimen franquista para combinar "represión y piedad". La muerte y nombramiento de los Papas, la firma del Tratado con EE UU, le proporcionaron tres indultos que redujeron a la tercera parte su condena.

Todo un itinerario personal para aquel niño republicano que quería ser profesor de historia, que fue periodista mientras pudo, comunista frente a un régimen que invalidaba la libertad y los derechos humanos, y que fue juez por su acendrada curiosidad de saber de la vida cotidiana, más allá de los libros que inundan su casa. Sólo faltan aquellos de novela negra que la Brigada Político Social le retiró por peligrosos, "aunque yo les insistía en que trataban de colegas suyos".

Ahora, en plena y efervescente madurez, en la democracia ansiada y buscada, vuelve a sentir el ataque a los derechos humanos, como si la historia fuera una rueda que hubiera dado un giro casi completo. Su Elogio a la memoria que leyó en el homenaje que le tributaron en su despedida sus compañeros y amigos, sonó como un estruendo cuando señaló, al términar, que aquel discurso no había podido llegar a oídos de su gran amigo, Fernando Múgica. ETA le había asesinado.

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