Tribuna:

Ciencia y tecnología en España: ¿una nueva etapa?

La creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología constituye una decisión que podría calificarse de histórica. Es, en efecto, la primera vez, en la historia contemporánea de España, que la promoción y control de la investigación científica abandona, en la forma que ahora lo hace, el ámbito del Ministerio de Educación. Es de esperar que no sean pocos los que, especialmente en el mundo universitario, contemplen con recelo semejante iniciativa: la idea de que la investigación científica es una actividad que no debe depender de más condicionamiento que la búsqueda de la Verdad, y que toda socie...

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La creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología constituye una decisión que podría calificarse de histórica. Es, en efecto, la primera vez, en la historia contemporánea de España, que la promoción y control de la investigación científica abandona, en la forma que ahora lo hace, el ámbito del Ministerio de Educación. Es de esperar que no sean pocos los que, especialmente en el mundo universitario, contemplen con recelo semejante iniciativa: la idea de que la investigación científica es una actividad que no debe depender de más condicionamiento que la búsqueda de la Verdad, y que toda sociedad debe asegurar que los científicos de nivel adecuado dispongan de recursos suficientes, se encuentra firmemente instalada en el núcleo más duro de la mentalidad de una buena parte de estos profesionales. Al fin y al cabo, argumentan, la propia idea de Universidad está íntimamente vinculada a la práctica de la ciencia por sí misma, independientemente de sus posibles aplicaciones. Es la idea de que primero es la ciencia básica, que, al aplicarse, da origen a la tecnología, esto es, a la ciencia aplicada, la directamente implicada en la generación de riqueza.Ocurre, no obstante, que semejante idea es, en general, históricamente errónea. La relación entre ciencia y tecnología es más compleja de lo que muchos suponen, desorientados por los, desde luego numerosos e importantes, ejemplos en los que el conocimiento científico surgió, esplendoroso, de la mente de científicos puros (si integramos a lo largo de la historia, veremos que el motor básico e imprescindible de la ciencia ha sido la búsqueda de conocimiento útil). El siglo que ahora termina ha mostrado con especial claridad la estrecha relación que existe entre ciencia y tecnología, hasta el punto de acuñarse un nuevo término: tecnociencia. O, diciéndolo de otra manera: ha mostrado lo mucho que la ciencia recibe de la tecnología; no sólo en financiación, o en puestos de trabajo de los que se benefician científicos que de otra forma no encontrarían empleo, sino al plantear problemas y suministrar instrumentos que hacen posible que el conocimiento científico continúe enriqueciéndose. Hasta el descubrimiento de la ley de radiación de un cuerpo negro, y la subsiguiente propuesta por parte de Max Planck de los cuantos de energía, fue deudora de las investigaciones "industriales" en curso en el Instituto Imperial de Física Técnica alemán. De hecho, en mi opinión, uno de los grandes problemas de la ciencia española a lo largo de los últimos siglos, y especialmente en el XIX, se encuentra en la falta de una industria que pudiera estimular, dar razón de ser, a la práctica científica.

Cuando estamos entrando en un nuevo milenio parece difícil negar que la Universidad ha cambiado en aspectos fundamentales con respecto a la tradicional, particularmente en lo que a la ciencia se refiere. Desde la denominada "institucionalización de la ciencia", que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia en la Universidad ha significado "enseñanza" + "investigación"; pero ésta, la "investigación", ha ido incrementando su importancia, lo que, junto al cada vez más evidente valor económico y político de sus frutos, y a su cada vez mayor coste, ha dado lugar a la penetración en la industria privada en la Universidad, vía proyectos de investigación que financia. Se ha producido de esta manera una nueva situación (por ejemplo, la doble afiliación de científicos, que sirven a la Universidad -pública muchas veces-, que les paga, pero también a una industria, que les exige unas lealtades con respecto a los resultados que obtienen que con frecuencia entra en conflicto con sus otros deberes), una situación que está minando la idea tradicional de Universidad. Y, no debemos engañarnos, es una situación por el momento inevitable, directamente emparentada con la ideología, neoliberal, que parece triunfar irresistiblemente: la investigación es cara y el Estado debe asumir cada vez menos funciones (el Mercado, la Inicitiva Privada, decide y es -se dice- la única fuerza capaz de hacer avanzar la sociedad).

Si todo esto -o al menos parte- es verdad, entonces la decisión de concentrar en un único ministerio la parte del león de la promoción de la investigación científica parece razonable, acorde con los tiempos. Un Ministerio de Ciencia y Tecnologia puede encontrarse en mejor disposición para vivificar la investigación, relacionándola adecuadamente con el desarrollo tecnológico.

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Es posible, no obstante, detectar algunas sombras en los planteamientos oficiales. En primer lugar, la excesiva insistencia por parte del presidente Aznar en que el nuevo departamento debe representar un instrumento central para ayudar a que España entre, con las mejores armas, en la "Sociedad de la Información", esto es, de las telecomunicaciones; una insistencia totalmente coherente con el nombramiento como ministra de Anna Birulés, doctora en Economía y hasta ahora consejera directora general de Retevisión. Si tales manifestaciones y decisiones conducen a que la ciencia no directa o indirectamente relacionada con la tecnociencia de las telecomunicaciones sea, no ya digo marginada, sino simplemente situada en un muy distante segundo lugar en lo que a esfuerzos de promoción se refiere, el conjunto de la ciencia española del futuro próximo no alcanzará los niveles de excelencia internacional necesarios para que España sea también mejor, desde la doble perspectiva de sociedad comercial competitiva internacionalmente y de comunidad que pretende elevar la situación material y cultural de todos sus ciudadanos. Y ello porque la salud de un sistema científico-tecnológico, incluso el más orientado a producir rentabilidad económica, exige de una gran diversidad de enfoques y disciplinas, y porque hay más oportunidades económico-tecnocientíficas que en las telecomunicaciones. Para la ciencia y tecnología españolas de las próximas décadas sería una tragedia que los apóstoles de las virtudes del mundo-negocio de las telecomunicaciones se erigieran en ideólogos de la política científica nacional.

Otro peligro es que la creencia -razonable, como he apuntado- en la necesidad de impulsar la "razón tecnológica" en el mundo de la investigación científica hispana conduzca a la marginación de lo que, para entendernos, muchos denominan "ciencia básica". Quiero recor

dar, como ejemplo de correcta percepción política, que después de la Segunda Guerra Mundial, el Departamento de Defensa estadounidense no cayó en el error de creer que solamente debía financiar investigaciones encaminadas directamente a producir nuevos armamentos; reconoció que hacía falta una política científica compleja y refinada, que implicase a cuanta más ciencia mejor. Así, durante décadas, hasta la actualidad, además de financiar equipos de investigación dedicados a investigaciones aeronáuticas, en física nuclear o en electrónica, también favoreció otras disciplinas, como la física del estado sólido y ciencia de los materiales, matemática pura y aplicada, desarrollo de ordenadores, astrofísica e, incluso, relatividad general.Ejemplos como los anteriores, que involucran a las Fuerzas Armadas, me llevan a una última reflexión. Entre los organismos que -según las informaciones publicadas hasta el momento- quedan adscritos al nuevo Ministerio de Ciencia y Tecnología se encuentran algunos cuya importancia en la investigación científica española es bien conocida: el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, el Instituto de Astrofísica de Canarias y el Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas. Llama la atención, sin embargo, la ausencia de un organismo, el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA), que desde su creación en 1942, y con altibajos, ha cumplido importantes funciones en dominios como física de materiales, química y física de la combustión, electrónica y telecomunicaciones, matemática, investigación en energía solar fotovoltaica y térmica, o en las ciencias espaciales, astrofísica y cosmología, además, por supuesto, de las aeronáuticas. Si tenemos en cuenta que, junto a organismos como los que antes señalados, han sido adscritos al nuevo ministerio otros procedentes de diferentes ministerios, como el Instituto Español de Oceanografía, el Instituto Tecnológico Geominero de España o el Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial, es razonable preguntarse por qué el INTA no forma parte de este grupo. Y no es menos razonable pensar que la respuesta a semejante pregunta puede encontrarse en el hecho de pertenecer al Ministerio de Defensa. Y, sin embargo, son muchas las dudas de que los significativos recursos que Defensa dispone para I+D hayan beneficiado realmente al mundo de la investigación científica española (¿cuántos, por ejemplo, son los grupos universitarios o del CSIC que mantienen contratos con Defensa?), cuando en otros países este Departamento es vital para el sistema científico-tecnológico nacional. La acusación de que una parte importante del aumento que se ha producido durante los últimos años (no sólo durante el Gobierno del Partido Popular) en el porcentaje del PIB dedicado a I+D procede de fondos adjudicados a Defensa, fondos que en última instancia se han dirigido a comprar tecnología extranjera, planea como una losa sobre la política científica española. Una política que, insisto, no es, no puede -desgraciadamente-, ser ajena al mundo militar, un mundo que, naturalmente, debería dar cuentas también, en lo que su contribución a la investigación científica se refiere, al conjunto de la nación. Dar cuentas e integrarse. La decisión, si se confirma, de excluir al INTA (que, de hecho, no se encuentra en su mejor momento) de las competencias del nuevo Ministerio de Ciencia y Tecnología arroja sombras sobre una iniciativa que podría, efectivamente, abrir un nuevo capítulo en la historia de la ciencia española.

-José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

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