Tribuna:ETA VUELVE A MATAR

Odio y sumisión

El asesinato de José Luis López de Lacalle nos recuerda que hay deberes sociales que no pueden traicionarse porque hacerlo sería disolvente y provocaría el pánico salvaje del ¡sálvese quien pueda! Además, es un hecho de experiencia que la prensa, los periodistas, para cumplir su particular función clorofílica, para sintetizar la vida y hacerla circular por los canales informativos, necesitan del oxígeno de la libertad. Por eso los periodistas y la prensa en verdad merecedora de ese nombre son por naturaleza beligerantes contra los regímenes que proscriben las libertades de expresión. Sin liber...

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El asesinato de José Luis López de Lacalle nos recuerda que hay deberes sociales que no pueden traicionarse porque hacerlo sería disolvente y provocaría el pánico salvaje del ¡sálvese quien pueda! Además, es un hecho de experiencia que la prensa, los periodistas, para cumplir su particular función clorofílica, para sintetizar la vida y hacerla circular por los canales informativos, necesitan del oxígeno de la libertad. Por eso los periodistas y la prensa en verdad merecedora de ese nombre son por naturaleza beligerantes contra los regímenes que proscriben las libertades de expresión. Sin libertad, los medios de comunicación que se respetan a sí mismos se ven obligados a entrar en abierto conflicto con los poderes que la coartan o a degradarse de forma pestilente en la sumisión...La existencia de relaciones idílicas entre la prensa y los poderes, en particular los poderes públicos o quienes los suplantan, denota siempre una enfermedad moral, habida cuenta de la insaciabilidad que caracteriza la naturaleza del poder, siempre propensa a considerar toda crítica excesiva por leve que sea y toda loa escasa cualquiera que sea su desmesura. Por eso, en La Habana, los responsables de Gramma, preguntados en una ocasión acerca de sus conflictos con el Gobierno de Castro, respondieron desconcertados, con espanto, que esos supuestos jamás se habían producido y se apresuraron a considerar inimaginable la idea de plantearlos. Porque es momento de aceptar que la independencia de la prensa debe medirse también respecto a su propio sistema de referencia. Por eso hay que examinar si alguna vez Egin o Gara se han desmarcado de la autoridad abertzale más cercana y, por supuesto, armada.

Cambiando de escala y si se quiere de orquesta, en nuestro país el hecho de que los medios públicos vivan en perfecta armonía con el Gobierno de su propio ámbito geográfico confirma su adecuación al status de servicio doméstico. Sólo bajo esa confusión abominable de la velocidad con el tocino se explica que la propiedad pública sea considerada un obstáculo insalvable para mantener la independencia y dignidad de los medios de comunicación cuando en tantos países se ha probado que esa condición es un valor añadido para alcanzarlas. Y, en cuanto a los medios de propiedad privada, basta leer las memorias de Katherine Graham para confirmar que entre sus obligaciones fundamentales está la de defender su independencia incluso ante sus legítimos propietarios.

Otra cosa es que en un régimen de libertades públicas los medios de comunicación dejen de estar extramuros y acampen dentro del sistema. Porque enseguida debe añadirse que las libertades no se alcanzan de una vez para siempre, sino que se encuentran permanentemente expuestas a la acción corrosiva de los agentes de la intemperie. Por eso los medios de comunicación deben mantener su beligerancia frente a las corrupciones que las degradan. La primera de ellas, la que niega el más básico de los derechos y libertades, el de la vida, es precisamente el terrorismo, ante el que cualquier neutralidad es detestable.

Si como decía José María de Areilza no hay mayor síntoma de sumisión que adoptar como propios los odios ajenos, ¿quién inoculó los odios a José Luis López de Lacalle en los asesinos materiales? Desde luego, reconozcamos que, como asesinos, son inmejorables los que asesinan por propia convicción, los que pasan por contigüidad, sin solución de continuidad, del misticismo más exaltado al terrorismo más cruento. Soldados de la fe capaces de inmolarse en la acción, como los palestinos que activando los explosivos sujetos a su propio cuerpo volaban el vehículo en el que viajaban. Los métodos etarras se alejan de estos patrones y son más bien propios de mercenarios. Pero, en cualquier caso, el Estado democrático debería recordar con Max Weber que "los soldados de la fe tienen que ser neutralizados, no convencidos"; eso sí, con el más escrupuloso respeto a los derechos humanos, de los que no pueden ser despojados.

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