Tribuna:

Nadie es de nadie.

Hay que reconocer que Mariano Rajoy fue no sólo un competente director de campaña en las pasadas elecciones del 12-M, sino un afortunado acuñador de eslóganes sobre los cambios del electorado, como el que da título a este artículo. Ser competente en una campaña electoral significa llevar a cabo el plan inicial, sin descarrilar ante la iniciativa de los demás actores implicados. El éxito depende de que el plan sea adecuado, pero también de la capacidad de organización y de la suerte. En un juego tan competitivo como una campaña, en el que se entrecruzan las iniciativas de varios partidos políti...

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Hay que reconocer que Mariano Rajoy fue no sólo un competente director de campaña en las pasadas elecciones del 12-M, sino un afortunado acuñador de eslóganes sobre los cambios del electorado, como el que da título a este artículo. Ser competente en una campaña electoral significa llevar a cabo el plan inicial, sin descarrilar ante la iniciativa de los demás actores implicados. El éxito depende de que el plan sea adecuado, pero también de la capacidad de organización y de la suerte. En un juego tan competitivo como una campaña, en el que se entrecruzan las iniciativas de varios partidos políticos con diversos líderes, las incitaciones de los medios de comunicación, los supuestos mensajes de las encuestas de opinión y las demandas de los grupos de presión, es fácil que un actor se encuentre en algún momento ante el dilema de responder a la iniciativa de otro antes que callar, lo cual puede colocarle irremediablemente en un terreno ajeno y adverso. El efecto de arrastre puede dar lugar a resbalones aparatosos. Entre los que me parecen más memorables, no me resisto a citar una vez más el de los nacionalistas catalanes de CiU en las elecciones autonómicas del pasado octubre cuando, temerosos del eco que podían tener las campañas en castellano de otros líderes, acabaron organizando un concierto de flamenco en uno de los barrios barceloneses con mayor población de origen andaluz. También es digno de recordar el patinazo del candidato del PSOE en las últimas elecciones cuando, ante el alarde de los éxitos económicos atribuidos al Gobierno por el PP, se dedicó a atacar a los empresarios y hasta improvisó la propuesta de imponerles una sanción fiscal retrospectiva por sus ganancias. Evidentemente, los nacionalistas catalanes juegan con ventaja cuando defienden el catalán, no el flamenco, y los socialistas, cuando hablan de los trabajadores, no de los empresarios. Algo análogo puede decirse para cada uno de los partidos. Pero la incertidumbre de una campaña democrática consiste precisamente en que no se sabe de antemano quién impondrá los temas de los que quiere hablar.La importancia de la agenda para explicar los resultados electorales ha sido enfatizada recientemente en algunos novedosos modelos de la ciencia política en lengua inglesa. La idea básica es que, en unas elecciones, es más importante de qué se habla que lo que se dice. En contraste con enfoques anteriores, se supone que la prominencia de ciertos temas en la agenda pública no está predeterminada por la importancia que puedan tener las líneas de conflicto en las estructuras socioeconómicas ni corresponde siempre a una única y compacta dimensión ideológica, como el eje izquierda-derecha, sino que es endógena a las campañas electorales y la gestión gubernamental. A la vista de la creciente volatilidad de los resultados electorales en numerosos países, parece que las preferencias de los ciudadanos son menos estables de lo que la sociología política había sospechado y se forman y cambian según los resultados de diferentes experiencias de gobierno de los partidos. Por todo ello, la principal estrategia de los partidos ya no es tanto la adopción de posiciones en un gran eje ideológico, ni siquiera el famoso movimiento hacia el centro, el cual comporta siempre ambigüedad. Dado que (como enseñan los psicólogos del conocimiento) la atención de cada ciudadano es limitada y no puede recibir y descodificar información sobre más de cinco o seis temas a la vez, a lo sumo, lo crucial es la selección de los temas de la agenda pública, los cuales dan ventaja a uno u otro partido según la fiabilidad conseguida en ellos con sus experiencias de gobierno.

Este enfoque podría iluminar algunas constantes en las encuestas de opinión de las que aún no se han sacado todas las implicaciones interesantes. En primer lugar, la gran abundancia de electores de "centro", los cuales son habitualmente considerados más tolerantes con posiciones de partido alejadas de su preferencia; es decir, más propensos a un voto volátil; en segundo lugar, la frecuencia de voto dividido en elecciones para distintas instituciones (estatales, regionales, locales, europeas) a las que corresponden distintos temas de agenda; asimismo, la variación de la abstención de unas elecciones a otras según la gravedad de los temas prominentes en el debate público del momento.

Aproximándose a este enfoque, algunos han supuesto que cabría asociar una opinión mayoritaria a favor de posiciones de "izquierda" o socialdemócratas al predominio de temas de política social, educación y sanidad en el debate público, mientras que habría una opinión, más o menos latente, relativamente favorable a posiciones de "derecha", liberales o conservadoras, en temas de crecimiento económico, impuestos, seguridad y defensa. Pero parece claro que, al menos para algunos temas, la línea divisoria de la opinión no es ideológicamente estable, sino que depende de la interacción entre el Gobierno y la oposición, como en lo que respecta al incumplimiento de promesas electorales, la corrupción y los abusos de poder. Es más: varias elecciones recientes muestran que incluso las asignaciones más tradicionales pueden ser frágiles, de modo que, por ejemplo, la izquierda puede obtener ventaja tras una gestión enérgica en temas de seguridad, mientras que la derecha puede ganar credibilidad con una gestión austera en ciertos temas de asistencia social.

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Todo esto no significa que nadie sea, en rigor, de nadie. Muchos ciudadanos siguen votando siempre por un mismo partido, guiándose por la acumulación de experiencias del pasado, como aún ocurre en este país, en una u otra medida, con los traumas de la guerra civil, el franquismo, el antifranquismo y la transición. Pero como en cada elección entran nuevos electores jóvenes, la gente tiende a sustituir los recuerdos remotos por las vivencias recientes y muchos miran al futuro más que al pasado, la volatilidad electoral aumenta, dependiendo de los temas que toman prominencia en cada momento, y las viejas alineaciones ya no son suficientes para decantar un resultado electoral. La implicación más interesante de este enfoque es, seguramente, que habría que dejar de obsesionarse con averiguar la supuesta orientación estructural, de izquierda o de derecha, del electorado y acostumbrarse a esperar repetidos cambios de comportamiento de hasta un 15% o un 20% de los votantes, como en las recientes elecciones españolas. Con enfoques de este tipo, la ciencia política quizá podría considerarse, por su limitada capacidad predictiva, una ciencia triste (como ya decían los clásicos respecto de la economía). Pero la alegría democrática residiría precisamente en el hecho de que una mayoría electoral podría deshacerse y rehacerse con la misma incertidumbre con que se formó.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en ciencia política en el CSIC.

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