Editorial:

Lo de la gasolina

En los últimos cuatro años, el mercado español de distribución de carburantes está sometido a decisiones aparentemente arbitrarias. Los consumidores asisten a largos periodos de estabilidad de precios de los combustibles, rotos bruscamente por otros de subidas intensas y aleatorias. Es lo que sucede ahora. Después de varios meses con los precios congelados a pesar del aumento de las gasolinas en los mercados internacionales, las distribuidoras se han lanzado a elevar los precios que antes habían mantenido. Desde la última semana de enero hasta mediados de febrero, el litro de la gasolina súper...

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En los últimos cuatro años, el mercado español de distribución de carburantes está sometido a decisiones aparentemente arbitrarias. Los consumidores asisten a largos periodos de estabilidad de precios de los combustibles, rotos bruscamente por otros de subidas intensas y aleatorias. Es lo que sucede ahora. Después de varios meses con los precios congelados a pesar del aumento de las gasolinas en los mercados internacionales, las distribuidoras se han lanzado a elevar los precios que antes habían mantenido. Desde la última semana de enero hasta mediados de febrero, el litro de la gasolina súper subió tres pesetas, y desde el viernes pasado, Repsol y BP cobran una peseta más por litro. Es la tercera subida en apenas dos meses y probablemente volverán a subir en breve.Esta línea convulsiva sólo es caprichosa en apariencia. Como el aumento del petróleo en los mercados internacionales ha sido constante y progresivo, no cabe atribuirla a repentinas oscilaciones en el coste de la materia prima. Hay que explicarla como el resultado de varias circunstancias que enturbian la transparencia de lo que finalmente paga el consumidor. La primera es la persistencia en el mercado de combustibles de prácticas y estructuras de oligopolio que obstaculizan la competencia. Por ejemplo, el control del aparato logístico de distribución por parte de una empresa participada por los operadores establecidos, o la práctica, muy extendida, de largos contratos de suministro en exclusiva para las gasolineras independientes. A ello se une el escaso desarrollo en España -salvo en Cataluña- de la venta de carburantes en grandes superficies comerciales, factor que en otros países europeos ha contribuido a bajar notablemente los precios finales. Sobre este mercado inflexible y dominado por uno o dos grandes operadores, liberalizado y privatizado sólo en teoría, presiona constantemente el Gobierno mediante "recomendaciones" de contención de precios cuando considera amenazados los objetivos de inflación. No debe de ser casual que Repsol, el operador dominante, haya congelado sus precios durante varios meses, mientras era necesario moderar la inflación, y ahora se le haya concedido un resquicio para subir los precios sin coste político inmediato probablemente porque el IPC de febrero se conocerá después de las elecciones del 12 de marzo.

Esta política revela tanto las estrechas relaciones de dependencia recíproca del Gobierno con las grandes empresas privatizadas, como el escaso respeto de los actuales gobernantes hacia las reglas de juego del mercado. Perjudica a los consumidores, porque los precios se contienen en apariencia, pero en realidad se embalsan hasta que acaban por dispararse, como ahora; y también a los accionistas de empresas privadas, que no tienen por qué soportar en sus cuentas de resultados la ansiedad del Ministerio de Economía por controlar la inflación. Si el Gobierno quiere beneficiar a los consumidores y a los accionistas de las petroleras, debería velar para que los precios que paga el usuario recojan los aumentos de costes de los mercados internacionales y para disolver los obstáculos a la competencia en el mercado nacional, como los que ya se han citado. Que ya va siendo hora.

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