Tribuna:

¿De qué se trata?: la globalización y la izquierda

Se trata de preparar y vertebrar a la izquierda para contribuir a afrontar y resolver los grandes retos que se definen en este umbral de una nueva época -que vamos denominando como de la información, más que sociedad post-industrial- mediante una lectura rigurosa, ambiciosa y realista, y sacando las consecuencias que se derivan de la práctica política. Se trata, pues, de abordar el futuro, no de discutir conciliarmente respecto a la tradición y la adaptación. Para entrar en la nueva época debemos no sortear sino resolver los grandes retos; no eludirlos ni descalificarlos. Los principales son:1...

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Se trata de preparar y vertebrar a la izquierda para contribuir a afrontar y resolver los grandes retos que se definen en este umbral de una nueva época -que vamos denominando como de la información, más que sociedad post-industrial- mediante una lectura rigurosa, ambiciosa y realista, y sacando las consecuencias que se derivan de la práctica política. Se trata, pues, de abordar el futuro, no de discutir conciliarmente respecto a la tradición y la adaptación. Para entrar en la nueva época debemos no sortear sino resolver los grandes retos; no eludirlos ni descalificarlos. Los principales son:1. Dar solución a la realidad de una economía globalizada, separando el grano de la paja, es decir, la realidad de la formulación ideologizada de sus heraldos.

2. Construir una comunidad internacional cuyo camino se ha apuntado con el fin del equilibrio de bloques.

3. Sacar las consecuencias del multiculturalismo que se anuncia en nuestras sociedades desarrolladas europeas.

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4. Afrontar amenazas y desviaciones como la que representan los populismos.

Por razones claras, la izquierda tiene en este tema una función decisiva. Una izquierda que por antecedentes, lecturas, e incluso instinto, es, y así debe reconocerse, plural.

La globalización -la casi simultaneidad en el ámbito financiero e inversor- es una realidad, parcial tal vez pero ineludible. Ahora bien, su presentación por sus ideólogos es fundamentalista, empobrecedora y coloca en segundo plano realidades culturales y sociales decisivas. Sus epígonos llevan a cabo a la perfección una versión fidelísima ideológica, en el sentido tradicional y clásico (en el de, por ejemplo, Mannheim) de perseguir intereses, recubriéndolos de un barniz de los valores generales y haciéndolos aparecer como evidencias irrefutables.

No obstante, en el mismo campo liberal va apareciendo una versión más rigurosa de la globalización. Sacrificando matices en aras de la brevedad, las posiciones de Alain Touraine, Paul Krugman, Emmanuel Todd, y de los mismos Giddins, Rowls, e incluso Dahrendorf, podían resumirse en ciertas conclusiones:

a) La globalización no es una única fuerza, sino un conjunto de tendencias, importantes todas ellas.

b) La globalización, bien entendida, no excluye la acción política y las políticas sociales.

c) La apertura a los mercados mundiales no solamente no excluye sino que exige la potenciación de la acción política y el control democrático.

d) Descendiendo a lo concreto, el librecambismo debe ser instaurado en cada sujeto -Estado o unión económica- no como una ideología sino como un instrumento que tenga en cuenta cada situación concreta (Krugman, Volker, y Dahrendorf).

Lo que empieza a asustar es la simplicidad, ímpetu e ignorancia de estos nuevos bárbaros, jinetes de lo abstracto, de los gabinetes financieros. Alarma de la que ha habido señales en el último Foro de Davos. En aquella estación de una nueva Montaña Mágica, en la que Settembrini y Nafta especulaban sobre lo que se avecinaba en los valles, ya cubiertos por los nubarrones del conflicto, no se han sacado consecuencias suficientes sobre la irrealidad pero se han dicho este año cosas que indican que los elegidos en la tierra no separan totalmente los pies del suelo.

Así Kurt Bredenkof, ministro Principal de Sajonia, concluía que una sociedad no se define exclusivamente por lo económico; el iraní Sayyed Hassan Nash reclamaba que lo humano se colocase en el centro de la reflexión; Joseph Stiglotz, principal economista del Banco Mundial, dimite porque considera que los pequeños Estados y las clases inferiores no tienen capacidad de participar en el gobierno de hecho de la economía. Incluso su jefe, James Wolfensohn, y -en una matización sobre el librecambismo- el antiguo presidente de la Reserva Federal americana, Paul A. Volker matizan el esencialismo globalizador.

Pero, ya se sabe, la mayoría de los Estados Mayores, con acceso o no, al olimpo davosniano, suelen preparar la última guerra, la que ya se riñó.

Sin embargo, Edgar Morín lo dijo en estas páginas: el siglo XXI comenzó en Seattle.

La insonorización de los fanáticos del pensamiento único respecto a la realidad sociológica, cultural e histórica, es pertinaz. Algunos concluirán, como Emmanuel Todd, sin embargo, que tan importante para conocer qué pasa en Francia, como los parámetros económicos es la estructura de la familia, de estirpe (souche) nuclear.

La izquierda, que tiene una vocación de enterrarse en la realidad social, varia y a veces contradictoria, no puede salir del debate de la globalización ni por la elusión ni por la negación, sino por el análisis y la acción concreta. Un politólogo catalán cincela: "frente a la globalización abstracta, la mundialización democrática". La tarea es de tal porte que exige la articulación de las diferentes tradiciones de la izquierda, sus diferentes aportes.

La globalización económica es, en el plano internacional, la consecuencia de una realidad geopolítica, el fin de la división de bloques y la victoria apabullante de uno regido por la potencia que, con su fuerza militar, abanderó una posición ideológica que inspiró a aquél: la sociedad libre y de mercado. El fin del sistema de bloques permitió, en principio, destinar esfuerzos y recursos a causas generales, no todas, ni predominantemente, geopolíticas, lo que se denominó "dividendo de la paz". No fue así, quizás por la inercia del antiguo sistema. Ni las Naciones Unidas recobraron la función inicial entorpecida por la guerra fría, ni las alianzas sacaron las conclusiones de la desaparición del antagonista natural. Ha faltado imaginación; pensar a largo plazo, tal vez personalidades de excepción. Y se ha configurado una situación definida por la existencia de un solo hegemon, condicionado alternativamente por el impulso de su dominio y por el carácter renuente que le imprime su régimen -Senado, opinión- no como un freno aislacionista sino, como suelen decir en el Potomac, unilateralista. La zona de operatividad de la alianza se amplía por las acciones fuera de área y el supuesto de su puesta en acción, el casus foederis, es menos claro. La izquierda no niega el sistema tal como está. No se trata de pertenecer o no, sino de, perteneciendo clara y fielmente, democratizar y modernizar el sistema. Y en la Unión Europea, no reside la cuestión en desvirtuar los supuestos de la Unión Económica y Monetaria sino en ampliar la acción política y en equilibrar socialmente lo alcanzado económica y monetariamente. Todo es-

to, una vez más, no se puede hacer sin la vitalización de la izquierda.

Por primera vez en la historia, el mundo es multicultural. La descolonización lo universalizó políticamente. Pero esta ampliación fue precedida por una magna revolución intelectual que desembocó en que cada cultura no fuese juzgada por su proximidad o lejanía de la occidental europea, sino por la articulación de sus valores y leyes de tendencia. Este fenómeno, en el marco económico de la globalización, conduce, en nuestra área europea, a un futuro en que la presencia de colonias inmigrantes no exige ya la asimilación individual, sino la aceptación de definiciones culturales, y aun religiosas, mixtas. El 6% de la población del Reino Unido es de aporte exterior, hay cuatro millones de musulmanes en Francia y una ya permanente colonia turca en la República Federal de Alemania. El mismo mantenimiento del Estado del bienestar depende de los aportes externos. Y también que no se cumplan los pronósticos catastrofistas de quienes, como Samuel Huntington, preveían como sustituto al conflicto Este-Oeste, ya no operante, el de choque de civilizaciones. Por su tradición y por cómo se ha formado su ética, la izquierda es imprescindible para instaurar el área en que esta integración entre lo propio y los aportes inmigrantes se realice.

Por último, la globalización, el rechazo que provoca la competencia de los proletariados exteriores y las dificultades para mantener la cobertura social originan en el área europea -y en la americana- populismos. El populismo, de larga y compleja configuración, busca parte de su reclutamiento en una izquierda desencantada, insegura entre la adaptación que le recomienda el pensamiento único y la negación del sistema. Una izquierda, en el segundo caso, en el banquillo esperando a que la llamen al juego.

El Frente francés obtiene votos y activistas en antiguos clientes de PCF. Y estos días, algunos politólogos austriacos calculan, a ojo de buen cubero, espero, que el 27% del voto de Haider proviene de una izquierda que no encontraba lugar ni en el catolicismo negro alpino ni en una socialdemocracia sin excesiva dimensión de alternativa.

Una reestructuración realista y ambiciosa de la izquierda es la mejor vacuna contra el populismo. De esto, pues, es de lo que se trata.

Fernando Morán es embajador.

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