Tribuna:EDUCACIÓN Aula libre

El brillo de las palabras

En los primeros años de la década de los setenta, al calor de una democracia próxima, diversas organizaciones de docentes progresistas recuperaron algunas palabras que el franquismo había secuestrado. Con ellas encendieron el fuego de un deseo muy extendido: otra escuela. Creo que hoy la educación precisa nuevamente, sin duda desde otra perspectiva bien distinta, de esa abierta disposición colectiva hacia la reflexión. El paso del tiempo también desgasta las palabras, les quita el brillo y la plenitud que un día tuvieron. Hoy crece una sorda sensación de cansancio entre los docentes, responsab...

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En los primeros años de la década de los setenta, al calor de una democracia próxima, diversas organizaciones de docentes progresistas recuperaron algunas palabras que el franquismo había secuestrado. Con ellas encendieron el fuego de un deseo muy extendido: otra escuela. Creo que hoy la educación precisa nuevamente, sin duda desde otra perspectiva bien distinta, de esa abierta disposición colectiva hacia la reflexión. El paso del tiempo también desgasta las palabras, les quita el brillo y la plenitud que un día tuvieron. Hoy crece una sorda sensación de cansancio entre los docentes, responsabilizados de todo y acosados por todas partes. Es ahora cuando hay que volver a las palabras fundacionales de la educación, sin mistificaciones ni jergas. Estamos ante un cambio social tan acelerado que no disponemos de un entramado conceptual para evaluarlo, y menos aún para sopesar su impacto en la construcción de la identidad de individuos que buscan en las aulas un sentido para sus incipientes biografías. Es una situación de incertidumbre y de orfandad intelectual que, urbi et orbi, canoniza los intereses del capitalismo planetario. Se afirma que la información es ahora la mercancía más valiosa, el factor decisivo para ganar la batalla de la competitividad. Se consolida una confusión grave entre proceso de información y proceso del conocimiento. La educación es un frágil intercambio dirigido a la adquisición de significados. Lo propio del conocimiento es generar comprensión; distribuirlo equitativamente lo es de los sistemas educativos. La citada equiparación conceptual entre información y conocimiento o saber es, así, sin más, una trivialidad que acaba por imponer una mirada distorsionada sobre la educación en general y sobre la escuela en particular.Se trata de una perspectiva economicista que sesga ya desde la cuna una reflexión que debiera nacer desprejuiciada. Una reflexión crítica que topa con una molesta paradoja: los agentes sociales tradicionalmente conservadores aparecen como los adalides de los procesos globales de cambio, bajo el palio de un neoliberalismo radical; mientras que los agentes educativos progresistas deben dedicarse a defender obviedades en peligro, por ejemplo, la enseñanza pública como garantía de igualdad en un Estado de derecho. Todo sistema educativo resulta de esa obligada tensión entre conservación y cambio. Modernizar la escuela no consiste en sembrar las aulas con ordenadores, sino en reivindicar tanto la continuidad de lo que la escuela tiene de insustituible como la modificación de lo que se revele obsoleto. Éste no es el país de las maravillas, y tampoco hay que ser Alicia para saber que el dueño de las palabras es quien tiene el poder. En el ámbito del pensamiento general emergen ya algunas reflexiones, parciales y fragmentarias, que apuntan a devolver a la política su peculiar y perdido espacio moral distintivo. Política aquí es, entiéndase justamente, otro nombre de la educación, ese extenso escenario civilizador en el que, con palabras de Fernando Savater, se aprende esforzadamente a "ver la vida con ojos humanos".

¿Por dónde empezar? Quizá por abrir el debate educativo a toda la sociedad. Y, sin duda, por reivindicar un tiempo escolar sometido sólo a las exigencias del propio proceso de conocimiento. En suma, tiempos propios y lugares propicios. Un bienestar y una lentitud que hoy necesitan todos, maestros y aprendices, para madurar en la trama de sus relaciones intersubjetivas, para fabricar esos instantes casi imperceptibles en los que un saber arraiga en la cabeza de un aprendiz y se hace conocimiento. Si esa mutua fecundidad es posible, no hay lugar para el fracaso, el estrés o la rutina. Educar es un gozo compartido. La escuela espacialmente coordinada con un territorio educativamente organizado tiene así dos latidos: uno de apertura al entorno y a sus experiencias; otro de clausura en sí misma, para pensar esas experiencias y darles forma de conocimiento. La escuela como resultado de un equilibrio continuo entre información y formación, entre experiencia y pensamiento, entre acción y reflexión. Aula y vida. La educación supera así las limitaciones del espacio escolar y se acomoda a la multiplicidad de itinerarios formativos personales.

Volvamos al principio: la educación necesita reanimar sus ideas con el fuego de las palabras exactas, grandes, insustituibles. Los humanos logran alzar su estatura, a menudo a despecho de la realidad misma, mediante esa contagiosa arquitectura del deseo que llaman ideales. Inmanuel Kant, pedagogo ocasional y una buena cabeza, racionalista y laica, escribió hace más de dos siglos que un ideal "no es otra cosa que el concepto de una perfección no encontrada aún en la experiencia". Ésa sería una ambiciosa agenda para el siglo XXI: buscar una educación perfecta. Ponerse a ello aun sabiendo que es un empeño inalcanzable, una tarea de héroes. Pero de esa talla moral hay muchos docentes en este país y en este siglo.

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