Editorial:

El espíritu del milenio

MUY POCAS generaciones en la historia humana han podido vivir el trance de un cambio de milenio. Éste es el gran suceso que, discusiones bizantinas o académicas aparte, se prepara para celebrar el planeta dentro de cinco días. La primera vez en la historia de la humanidad que el cruce de mil años se dará conjunta y simultáneamente dentro de la misma jornada, sin distinción de culturas, adscripciones, razas o emplazamientos.Hace mil años, ni siquiera la humanidad tenía consciencia de sus proporciones ni de sus confines, ignoraba sus capacidades y hasta su muerte individual. El milenio acaba, si...

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MUY POCAS generaciones en la historia humana han podido vivir el trance de un cambio de milenio. Éste es el gran suceso que, discusiones bizantinas o académicas aparte, se prepara para celebrar el planeta dentro de cinco días. La primera vez en la historia de la humanidad que el cruce de mil años se dará conjunta y simultáneamente dentro de la misma jornada, sin distinción de culturas, adscripciones, razas o emplazamientos.Hace mil años, ni siquiera la humanidad tenía consciencia de sus proporciones ni de sus confines, ignoraba sus capacidades y hasta su muerte individual. El milenio acaba, sin embargo, habiendo cumplimentado en el último siglo su conquista más espectacular: la de reconocer a todos sus semejantes como partícipes de un solo mundo, interrelacionado e interdependiente. Nunca antes una visión semejante favorecía el sentimiento de solidaridad, una vez que las economías se han globalizado y el destino del planeta se encuentra en los proyectos conjuntos.

Jamás como hasta este siglo se logró el censo completo de los pobladores ni tampoco la evidencia de que podrían eliminarse en bloque, por la vía nuclear o por la degeneración del entorno.

Durante los últimos años del siglo ha predominado el individualismo sobre el programa común, la desigualdad sobre la repartición (hasta extremos de escándalo), la ley mercantil sobre las ordenaciones sociales. Más que un futuro a desarrollar, el siglo XXI se presenta como un presente discontinuo, sancionado a cada instante por los mercados. Contra las ideologías que orientaron la acción y el pensamiento en las tres cuartas partes del siglo XX, el tramo final se ha saldado entre la disipación de las utopías y la hegemonía resolutiva del pensamiento o el mercado único. Los manifestantes de Seattle gritaban hace unas semanas contra la consideración del mundo como una mercancía.

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La imposibilidad actual para hacer pronósticos a medio plazo sobre el porvenir se corresponde con la pasión absoluta por el presente discontinuo. El mercado, convertido en instancia absoluta, carece de proyecto para el futuro y repite sus sentencias, una y otra vez, sancionando acciones sin destino, al margen de los seres humanos. El mercado nos prohíbe moldear nuestro futuro; se trata tan sólo de adaptarnos a él sin interferencias políticas.

La tarea del siglo XXI radica precisamente en recuperar un buen destino para la especie, pacífico, integrador y progresivamente justo, para el que ya aparecen indicios, sea en forma de organizaciones ecologistas o pacifistas, sea a la manera de ONG y movimientos idealistas. El siglo XXI "será un siglo espiritual o no será", decía André Malraux. Ahora podemos saber que puede producirse en Occidente un renacimiento de la acción que vindique la equidad, que exija la calidad sobre la cantidad y la lentitud sobre la velocidad. Que repudie la degeneración de la cultura, los alimentos, la sanidad, la política, el deporte, la enseñanza, la cohesión social, las ciudades y requiera una general transformación del valor. Ratificando a Malraux, el nuevo siglo se inaugura con un ascenso de las microsectas, las supersticiones, los espiritismos, los sincretismos orientales y pentecostianos, pero también con una recuperación del deseo por construir un mundo mejor.

Durante el siglo XX, la humanidad ha doblado de 3.000 a 6.000 millones el número de sus pobladores, ha extendido la información haciéndola instantánea, la educación, la sanidad, y ha trastornado, sobre todo, las relaciones sociales. En el siglo XIX, mientras se inventaba el avión, el automóvil o la electricidad, las relaciones entre padres e hijos o entre hombres y mujeres era prácticamente igual que en la Edad Media; los niños trabajaban todavía, más o menos, como en el siglo XII, y la educación sólo era accesible a los ricos. Lo más decisivo del siglo XX es haber transformado las formas sociales de producción y haber preparado la realidad para el cambio más crucial del género humano: su autoaceptación como la especie que sólo logra su progreso y bienestar en la estrecha cooperación con la naturaleza y de los seres humanos entre sí. Para ello será preciso extender y profundizar las libertades.

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