Tribuna:

LA CRÓNICA Teoría del chiringuito XAVIER MORET

"Uno, pues, de tarde en tarde, viaja por el país", escribió Josep Pla en el inicio de su Viaje en autobús. Nada que objetar, por supuesto. En aquellos años, Pla se subía al autobús y se daba una vuelta para ver cómo andaba el país. Después lo contaba en un libro y sus lectores se apresuraban a leerlo con fruición. Uno, con la modestia por delante, también tiene sus vicios, aunque entre ellos no figura el de viajar en autobús por el país. Sí tiene, en cambio, el de acercarse de vez en cuando a un chiringuito para sentir un ambiente popular a años luz del de los restaurantes comme il faut.Los ch...

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"Uno, pues, de tarde en tarde, viaja por el país", escribió Josep Pla en el inicio de su Viaje en autobús. Nada que objetar, por supuesto. En aquellos años, Pla se subía al autobús y se daba una vuelta para ver cómo andaba el país. Después lo contaba en un libro y sus lectores se apresuraban a leerlo con fruición. Uno, con la modestia por delante, también tiene sus vicios, aunque entre ellos no figura el de viajar en autobús por el país. Sí tiene, en cambio, el de acercarse de vez en cuando a un chiringuito para sentir un ambiente popular a años luz del de los restaurantes comme il faut.Los chiringuitos son un mundo aparte. La división, de entrada, es clara: los hay de playa y los hay de montaña. Los de playa suelen tener una estética improvisada, de temporada, y un techo casi obligado de cañizo. Óscar Tusquets, en su admirable Más que discutible, incluía un "Elogio apasionado de la sombra" en el que merecía muchos puntos el invento de la sombra suave y "refrigerada" del cañizo. Ya se sabe: el sol de verano es agresivo y conviene tener un refugio a mano. Un chiringuito, por ejemplo, en el que se pueda beber una cerveza helada o comer algo ligero.

Los chiringuitos de montaña son otra cosa. El cañizo pasa a un segundo plano y la comida sube muchos enteros. Butifarra y carne a la brasa suelen ser las estrellas en este caso. No suele haber mantel, a menos que sea de papel, y para beber se estila el porrón con vino (solo o con gaseosa) o la cerveza (con gaseosa o con limonada). En ambos casos, sin embargo, tanto en la playa como en la montaña, el chiringuito ilustra una manera de vivir -de comer y beber- relajada, mediterránea, en contacto con la naturaleza, con una fuerte vena popular (a veces excesiva, de acuerdo, sobre todo cuando aumentan los gritos o el volumen de un transistor asesino) y con explanada a mano para corretear y bosque para echar una siesta.

De vez en cuando, pues, me acerco a un chiringuito. Los que me quedan más a mano son los de la sierra de Collserola, en la superpoblada Les Planes, la Casa Blava, el pantano de Vallvidrera o Santa Creu d"Olorda. No hace mucho tocó el de Santa Creu. Es un buen sitio, en la casi secreta carretera que va de Vallvidrera a Molins de Rei. Barcelona a tus pies y el bosque a un paso.

Cuando hace sol y es fin de semana, irse a Santa Creu d"Olorda parece una buena idea. Todo lo que el chiringuitero tiene que hacer es sentarse en una mesa al aire libre, zamparse una botifarra amb seques, beber del porrón y charlar y reír con los amigos. El problema, sin embargo, es idéntico al del turismo de masas: son muchos los que piensan lo mismo al mismo tiempo y, claro, lo que en teoría es un lugar apacible acaba siendo un imán de multitudes.

En el chiringuito de Santa Creu d"Olorda, por suerte, no se ponen nerviosos. Los camareros mantienen la calma, atienden por riguroso turno y reparten números como en la carnicería. Todas las mesas están llenas y es sabido que la comida de chiringuito requiere mucha calma y, sobre todo, una sobremesa sin prisas, pero con un número en la mano los aspirantes a ocupar mesa se sienten más tranquilos. Como si tuvieran un seguro de vida.

La ventaja del chiringuito de Santa Creu d"Olorda es que, en caso de overbooking, permite agradables paseos por los alrededores. Hasta lo que queda del gimnasio Sansón, por ejemplo, hasta un mirador sobre Barcelona, hasta la zona de barbacoas o hasta la cantera de pizarra ya clausurada que ejerce de imán para pájaros como la merla o la mallerenga. El Ayuntamiento de Barcelona adecentó la cantera hace años e incluso construyó un auditorio en el hueco dejado por la extracción de rocas. No salió bien, ya que una roca se desprendió y amenazaba con aplastar al público. Solución: han cerrado la cantera, han inundado la parte baja para crear unas "zonas húmedas" y han construido un mirador desde donde se puede contemplar y escuchar a los pájaros. Su nombre es ahora la Pedrera dels Ocells. Todo muy coherente. Para el paseante a la espera de plaza en el chiringuito, tampoco está mal echar un vistazo a la ermita de Santa Creu d"Olorda. Su historia se remonta al 1066 y sus ilustres piedras todavía están de muy buen ver. Hay un problema, sin embargo: frente a ella están las mesas y las sombrillas del chiringuito. Toda una tortura, hasta que queda libre una mesa y el paisaje gastronómico se llena de consistencia. Una vez sentados, la fórmula es sencilla: mesa, porrón, carne a la brasa, charla reposada, risas con los amigos y una sobremesa sin prisas. El día en que lo descubran los norteamericanos se darán cuenta de que la comida rápida -el célebre fast food- no es más que un retroceso de la llamada civilización.

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