Tribuna:

Deslegitimar JOAN B. CULLA I CLARÀ

Si hay un ejercicio intelectual cuyos resultados sean siempre agradecidos y estimulantes, éste es el que consiste en analizar las reacciones que los avatares de la política catalana suscitan entre los creadores de la opinión pública española, que ofician por lo general desde Madrid. Naturalmente, las pasadas elecciones del 17 de octubre y el reñido paisaje subsiguiente han ofrecido una oportunidad espléndida para ello. Y hemos podido ver un reparto abrumadoramente dispar de las filias y las fobias de los opinadores hacia cada uno de los dos principales candidatos; y observamos una lectura albo...

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Si hay un ejercicio intelectual cuyos resultados sean siempre agradecidos y estimulantes, éste es el que consiste en analizar las reacciones que los avatares de la política catalana suscitan entre los creadores de la opinión pública española, que ofician por lo general desde Madrid. Naturalmente, las pasadas elecciones del 17 de octubre y el reñido paisaje subsiguiente han ofrecido una oportunidad espléndida para ello. Y hemos podido ver un reparto abrumadoramente dispar de las filias y las fobias de los opinadores hacia cada uno de los dos principales candidatos; y observamos una lectura alborozada y casi unánime del escrutinio -con la habitual excepción de Miguel Herrero de Miñón- como un retroceso no de esta o de aquella sigla, sino del nacionalismo (se sobreentiende que del catalán; el otro es una quimera o un ectoplasma).Pero no es del predicamento del maragallismo en Madrid ni de la tendencia de algunos articulistas a confundir opiniones y deseos de lo que quisiera escribir hoy, sino del eco que han tenido en la capital mediática -y, para ponerlo más fácil, en este mismo diario- algunos aspectos del 17-O y del debate político previo y posterior, aspectos que, pareciendo laterales, menores, se me antojan muy significativos en orden a la comprensión o a la incomprensión mutuas Cataluña-España.

Por ejemplo, los análisis sobre la abstención. Ante un 40% largo de electores censados que no ejercen su derecho a votar, cabe preguntarse qué porción de esa tarta corresponde a la pura dejadez o indiferencia estructurales, cuál a la creencia en la importancia menor de los comicios autonómicos y qué otra a un retraimiento consciente y global contra el sistema, o selectivo para castigar a una opción concreta. Cabe asimismo reprochar a los partidos su debilidad orgánica, su escasa capacidad de movilización como no sea a base de autocares gratuitos, su torpeza a la hora de transmitir mensajes entusiasmadores. Cabe también considerar lo que cierta abstención pueda tener de asentimiento implícito con lo que hay, con el que ya gobierna, ello en un escenario sin antagonismos dramáticos ni grandes diferencias programáticas. Cabe incluso situar ese 60% corto de participación en un contexto más amplio, de crisis global de la democracia representativa de cuño decimonónico, y reflexionar sobre el descrédito y el hermetismo de la política, y hasta es posible sugerir reformas legales que conviertan el voto en obligatorio, como lo es en muchos países de nuestro entorno.

Sin embargo, en su columna en EL PAÍS del pasado lunes, el sociólogo Emilio Lamo de Espinosa no escogió ninguno de esos caminos. Para él, el mensaje de la abstención es que, a "a pesar de lo que nos quieren hacer creer -y nos creemos con frecuencia-, los catalanes tienen escaso interés en su autonomía y en el gobierno de su Generalitat y, desde luego, mucho menos que en su ayuntamiento o en el gobierno de España". ¿Osaría alguien deducir del habitual cuarenta y pocos por ciento de votantes en las elecciones helvéticas que a los suizos les resbala el gobierno de la Confederación? Y cuando en Estados Unidos muchos comicios locales alcanzan apenas el 5% o el 10% de participación, ¿significa eso que a los norteamericanos les importa un bledo la suerte de sus municipios? No, claro que no. Sólo en el caso de Cataluña la alta abstención permite -según el profesor Lamo- proyectar sobre el autogobierno una sombra deslegitimadora, presentarlo como algo superfluo y artificioso que interesa sólo a los nacionalistas.

Justo contra esa misma línea de flotación -la legitimidad del autogobierno- disparaba en su artículo del pasado domingo el historiador Santos Juliá. El tema aparente de su reflexión era el sempiterno control gubernamental sobre Televisión Española y las formas de corregirlo, pero ahí en medio soltaba el autor esta expansión visceral: "En los últimos años, las televisiones públicas al servicio de pequeños gobiernos se han multiplicado como hongos. El argumento de canallas en que ha venido a parar la monserga de la recuperación de las señas de identidad vale por todo, para censurar libros como para inyectar dinero a, y colocar amigos en televisiones creadas a la mayor gloria de los gobiernos de las naciones en construcción". Pequeños gobiernos, canallas, monserga, censura, colocar amigos...: resulta difícil reunir en tan pocas líneas tanta carga peyorativa, tanta descalificación, tanto desprecio hacia unas comunidades autónomas -se supone que el profesor Juliá alude a Cataluña, a Euskadi, tal vez a Galicia, no sé si a Andalucía- que son parte sustancial de nuestro sistema democrático.

Si no fuera porque he tratado personalmente a los catedráticos Lamo de Espinosa y Juliá Díaz, porque conozco su valía intelectual y su talante progresista y antidogmático, creería que tanto ellos como otras muchas figuras del pensamiento y la opinión políticas de la corte sienten secreta nostalgia por los tiempos en que España estructuraba su identidad única en 50 provincias uniformizadas, cada una con su obediente gobernador civil y sus sumisos delegados ministeriales, con sus contingentes respectivos de la Benemérita y de la policía gubernativa, sin ertzainas, ni mossos, ni consejeros, ni parlamentos, ni presidentes, ni competencias ni otras onerosas zarandajas surgidas de ese Estado de las Autonomías en mala hora concedido por el apocado consenso de la transición.

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