Editorial:

Un gran paso atrás

El rechazo por el Senado estadounidense del tratado que prohíbe las pruebas nucleares es una mala noticia para la humanidad. La irresponsable actitud de los senadores republicanos, que tienen mayoría en la Cámara, debilita los esfuerzos mundiales para combatir la proliferación de armas atómicas y pone entre interrogantes la capacidad de liderazgo de la única superpotencia de nuestro planeta. El desgastado Clinton, que firmó el tratado en 1996 y recibe un formidable varapalo a su credibilidad, no es ajeno al desenlace. La Casa Blanca no ha sabido elaborar una estrategia coherente que le diera l...

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El rechazo por el Senado estadounidense del tratado que prohíbe las pruebas nucleares es una mala noticia para la humanidad. La irresponsable actitud de los senadores republicanos, que tienen mayoría en la Cámara, debilita los esfuerzos mundiales para combatir la proliferación de armas atómicas y pone entre interrogantes la capacidad de liderazgo de la única superpotencia de nuestro planeta. El desgastado Clinton, que firmó el tratado en 1996 y recibe un formidable varapalo a su credibilidad, no es ajeno al desenlace. La Casa Blanca no ha sabido elaborar una estrategia coherente que le diera los votos necesarios para una ratificación que había calificado de prioridad absoluta en política exterior.El fracaso estaba anunciado desde el momento en que Clinton rechazó el martes un ultimátum de sus enemigos políticos para posponer la votación a cambio de comprometerse por escrito a no resucitar el tema durante los 15 meses de presidencia que le restan. El voto de los legisladores estadounidenses es simbólicamente llamativo: se trata de la primera derrota en el Senado de un tratado internacional relevante desde que un Congreso aislacionista echara abajo el de Versalles, en 1919. Pero el alcance de su decisión rebasa con mucho el ámbito de la guerra política en Washington.

Desde que se abrió su firma en 1996 -cuando se tendió como cebo a los países no nucleares con la promesa de que encerraba la prolongación indefinida del Tratado de No Proliferación- el documento ha sido rubricado por más de 150 Estados. Pero sólo entrará en vigor cuando lo hayan hecho los 44 (van 26) que tienen reactores atómicos y que, en teoría, son capaces de construir la bomba. De los cinco poderes nucleares declarados, sólo Francia y el Reino Unido lo han ratificado.

Los republicanos han esgrimido que una prohibición de ensayos debilitaría a medio plazo la eficacia del arsenal estadounidense. Al margen de que resulta inverosímil que la Casa Blanca vaya a poner en riesgo su supremacía atómica, los expertos aseguran que las simulaciones por ordenador permiten confiadamente a EE UU mantener su abrumadora superioridad tecnológica en el tiempo venidero. Igual de inconsistente es un segundo razonamiento según el cual la dificultad de comprobar explosiones por debajo de determinado nivel haría inverificable su observancia. El tratado no es un instrumento de desarme, pero precisamente los mecanismos de vigilancia que establece harían más que improbable para los aventureros de lo nuclear embarcarse en un camino que ahora tendrán más expedito.

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Con la decisión de sus senadores, EE UU envía al mundo un mensaje peligroso. Lo de menos es que Washington vaya a mantener la moratoria en pruebas subterráneas que decretó en 1992, como complemento del tratado que prohibió en 1963 los ensayos atmosféricos. Lo importante es que las potencias atómicas emergentes esperaban la decisiva señal emitida por Estados Unidos. ¿Con qué autoridad va a exigir la Casa Blanca a eternos rivales como Pakistán y la India que se adhieran al documento? ¿Quién puede vaticinar el rumbo de China o incluso de Rusia ante lo que puede ser interpretado como una licencia para proseguir con los ensayos?

El histórico tratado no sólo sirve a los intereses de EE UU. Su entrada en vigor beneficia a todos. Más que nunca, Clinton, administrador del único superpoder, debe hacer de su ratificación por la Cámara alta un objetivo central de su languideciente presidencia.

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