Tribuna:

Chechenia en llamas

Una vez más, Borís Yeltsin ha prendido fuego a Chechenia. La anterior guerra, entre 1994 y 1996, provocó 80.000 muertos y le valió ser acusado por la Duma de haber humillado a Rusia y a su Ejército. Su imagen no ha mejorado desde entonces, ya que en el mes de marzo faltaron 17 votos sobre 450 para que fuera destituido. ¿Qué empuja al presidente ruso a cometer dos veces el mismo error? ¿Se trata de un deseo de venganza o de una maniobra para desviar la opinión pública de los escándalos que afectan a su régimen y a sus allegados? ¿Busca un pretexto para instaurar el estado de emergencia y anular...

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Una vez más, Borís Yeltsin ha prendido fuego a Chechenia. La anterior guerra, entre 1994 y 1996, provocó 80.000 muertos y le valió ser acusado por la Duma de haber humillado a Rusia y a su Ejército. Su imagen no ha mejorado desde entonces, ya que en el mes de marzo faltaron 17 votos sobre 450 para que fuera destituido. ¿Qué empuja al presidente ruso a cometer dos veces el mismo error? ¿Se trata de un deseo de venganza o de una maniobra para desviar la opinión pública de los escándalos que afectan a su régimen y a sus allegados? ¿Busca un pretexto para instaurar el estado de emergencia y anular las próximas elecciones? El 22 de septiembre, cuando la aviación rusa bombardeó Grozni por primera vez, creímos que se trataba de un aviso a los islamistas, de los que Moscú sospecha que son los autores de los recientes atentados terroristas. Pero los bombardeos se reanudaron el día siguiente y desde entonces no han parado, sembrando de muerte y destrucción esta pequeña república.Imitando las conferencias de prensa de la OTAN durante los bombardeos de Yugoslavia, los generales rusos, con sus bonitos uniformes azules del Ejército del Aire, se jactan de la precisión de sus ataques explicando que tal o cual industria que han destruido aprovisionaba a los wahabíes, término genérico utilizado para designar a los islamistas del Cáucaso. Es algo que se toma o se deja, pese a que es muy poco probable que todos los yacimientos petrolíferos y de gas bombardeados estén controlados por este movimiento, por lo demás, muy minoritario. Esto también es válido para la fábrica de ladrillos y la de cemento de las afueras de Grozni que arden bajo una espesa nube de humo.

Chechenia es mucho más pequeña que Yugoslavia y 10 veces menos poblada (un millón de habitantes). Por tanto, ¿qué quiere el Gobierno ruso para poner fin a su furia destructora? Es el misterio más absoluto. Ninguna reivindicación ha sido presentada al presidente Aslán Másjadov, que desde hace varios meses solicita una entrevista con Borís Yeltsin. "No y no, esa entrevista no servirá de nada", responde el belicoso primer ministro, Vladímir Putin. Jamás recibirá a Másjadov como presidente porque pretende que el único poder legítimo es el parlamento elegido bajo la ocupación, en 1996, aunque dicho parlamento no se ha reunido jamás. El mariscal Ígor Serguéyev, ministro de Defensa, que es considerado un moderado, dio a entender el 25 de septiembre que había recibido luz verde del Kremlin para realizar una operación terrestre en Chechenia. Ésta ya ha comenzado, aunque con mucha más prudencia que en 1994. Otros militares, menos prudentes, dan a entender que esta vez no dejarán escapar la victoria. El más elocuente, el general Leónid Ivachov, que fue muy prolijo durante la guerra de Kosovo, promete a los chechenos "la solución final", ignorando tal vez lo que significa para el mundo esta expresión nazi.

La población civil chechena no tiene otra posibilidad de huida más que en dirección oeste, hacia Ingushetia. Las demás fronteras están herméticamente cerradas. Los ingushes, primos de los chechenos, se ven ahogados por el flujo de refugiados (ya son más de 100.000, principalmente mujeres, niños y ancianos). Demasiado numerosos para ser alojados en casa de los lugareños, viven bajo tiendas y sólo reciben agua y pan. Estos campos se parecen a los que vimos durante la huida de los kosovares a Macedonia o a Montenegro, sólo que más pobres. El presidente de Ingushetia, el general Ruslán Auchev, habla de catástrofe humanitaria y pide ayuda, pero ésta no llega.

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En Moscú, el nuevo sabio de la política rusa, Yevgueni Primakov, ha sido el único en advertir al Kremlin sobre el peligro de una invasión de Chechenia. Ha recordado a los impulsivos de hoy el efecto que tuvo en la opinión pública la cantidad de muertos durante la anterior guerra del Cáucaso. Evitando evocar los bombardeos, se limitó a constatar que "la cuestión chechena es, en gran medida, una cuestión rusa, porque las armas de los combatientes y de los terroristas chechenos son armas rusas". En efecto, en el mes de agosto, durante los enfrentamientos en Daguestán, los wahabíes de Shámil Basáyev y de su asociado jordano Jatab disponían del más moderno armamento, fabricado en Tula en 1999 y que aún no están en servicio en el Ejército ruso. El ex primer ministro Serguéi Stepashin también ha expresado sus reservas. Pero la mayoría de los dirigentes, incluidos los que en marzo lucharon por la destitución de Yeltsin, se abstienen de tomar postura. El 31 de septiembre, en una larga entrevista con el primer ministro Putin, Grigori Yavlinski abogó por bajar los impuestos y aumentar la paga de los militares. Los comunistas luchan en la Duma por lograr que no se aprueben los presupuestos para el 2000 y fingen ignorar que las bombas llueven sobre Grozni. Ningún grupo parlamentario ha interpelado al Gobierno sobre el anuncio del mariscal Ígor Serguéyev de la invasión de Chechenia.

Según el último sondeo del Instituto de Opinión Pública, el VCIOM, la aprueban una tercera parte de los rusos. Es mucho más que en la anterior guerra. Esto se explica por el aumento de los sentimientos antichechenos tras la batalla de agosto en Daguestán y, sobre todo, por la serie de atentados que ha provocado 300 muertos en Rusia. Los wahabíes de Basáyev y de Jatab han hecho de aprendices de brujo al intentar sublevar a la república vecina de Chechenia en nombre de un Cáucaso islamizado. Derrotados sobre el terreno, se habrían pasado al terrorismo ciego, haciendo estallar en Moscú dos edificios de viviendas. Es, al menos, lo que afirman las autoridades rusas, pero sin ofrecer pruebas convincentes. Basáyev y Jatab niegan haber ordenado esos actos terroristas. Los rusos no creen en su palabra y es comprensible. Pero tampoco creen en la capacidad de su presidente, de su Gobierno y de su policía para protegerlos.

Los bombardeos sobre Grozni han relegado a un segundo plano las revelaciones de la prensa occidental sobre la corrupción en el Kremlin, pero no por ello las han borrado. Todas las cadenas de televisión, incluidas las de Borís Berezovski, han emitido la declaración del presidente del banco de Nueva York ante el Congreso de EE UU sobre las cuentas en el extranjero de la hija de Borís Yeltsin, Tatiana, y de su yerno, Alexéi Diachenko. En 1995, la familia del presidente ingresó dos millones de dólares (310 millones de pesetas) en un banco estadounidense porque no las tenía todas consigo sobre el resultado de las elecciones presidenciales de 1996. Una bagatela si se compara con los desvíos de dinero de la camarilla en el poder, calculados entre los 200 y los 500 millones de dólares (31.000 y 77.500 millones de pesetas). Lo que envenena todavía más el ambiente es el convencimiento que tienen un gran número de rusos de que Yeltsin y los suyos ni quieren ni pueden dejar escapar el poder. Sabedores de que ningún partido progubernamental tiene la más mínima posibilidad de ganar las elecciones legislativas de diciembre y de que no tienen un candidato creíble para las presidenciales del año 2000, simulan preparar estos escrutinios, pero sin resultar convincentes. Los intentos de última hora de fundar una coalición, Unidad, presidida por el joven ministro para "situaciones excepcionales", Serguéi Choiga, rozan el ridículo. El Kremlin sabe que esa candidatura no obtendrá ni el 5% de los sufragios, y que al dispersar los votos, ayudará a los comunistas y a los partidarios del tándem Primakov-Lujkov. Desde esta perspectiva, la guerra de Chechenia aparece bajo un ángulo muy diferente. En una entrevista al semanario Der Spiegel, el presidente checheno, Aslán Masjádov, resume bien la situación: "En Rusia, cuando se acercan las elecciones, siempre se utiliza la carta de Chechenia, sobre todo ahora que el clan de Yeltsin teme ser enviado a la cárcel por el nuevo presidente".

Masjádov, ex general del Ejército soviético, sabe cómo defender su país. Lo demostró entre 1994 y 1996. No ha podido imponer su autoridad en un país medio destruido y que sufre un paro masivo. El dinero de Arabia Saudí y de otros países árabes ha permitido a su rival Shámil Basáyev, derrotado en las elecciones, reclutar a supuestos wahabíes, pese a que muchos expertos en cuestiones musulmanas dudan de la sinceridad de su conversión. Sea lo que sea, la amenaza rusa hará desaparecer este conflicto interno y restablecerá la unidad que tenían los chechenos en la guerra anterior. Como demuestra la historia, en las montañas de Chechenia resulta fácil tender una trampa al enemigo. En el siglo pasado, el Ejército del zar quedó allí atascado durante décadas, y la literatura clásica rusa, de Lermontov a Tolstói, aporta edificantes testimonios. Tras la revolución de 1917, el Ejército Rojo no consiguió pacificar este rincón del Cáucaso hasta 1930. Y cuando la Wehrmacht se lanzó a por el petróleo de Grozni, la Wehrmacht se estrelló. Luego, Stalin deportó a chechenos y a otros musulmanes del Cáucaso a las estepas de Asia central, pero eso no acabó con ellos. Yókar Dudáiev, el fundador de la Chechenia actual, nació en un vagón de deportados y, tras una brillante carrera militar, puso su talento al servicio de su pueblo y no de Rusia. El mariscal Ígor Serguéyev lo sabe, al igual, por cierto, que el general Leónid Ivachov con su "solución final" para Chechenia. No son ellos, en última instancia, los que desean esta guerra, sino el poder político para no tener que rendir cuentas de su gestión a los rusos. Pero se arriesga a que estos mismos militares vuelvan sus armas contra el Kremlin al primer revés en el campo de batalla. "La crisis de hoy no beneficia a ningún partido político, sólo a los generales", dicen ya en Moscú los editorialistas más lúcidos.

K.S.Karol es experto francés en la Europa del Este.

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