Tribuna:

Tatuaje

MIQUEL ALBEROLA A principios de los años sesenta un cronista, sin duda cargado de veleidades, llamado Enrique Torres tuvo la ocurrencia de proponer al Ayuntamiento de Cullera que pintase el nombre del pueblo sobre el lomo del monte de Les Raboses para realzar su entidad, puesto que la carretera N-322 bordeaba a la ciudad y ésta "pasaba desapercibida" para el turismo. Su cerebro se alumbró tras ver en una película unos planos aéreos de Hollywood, que su imaginación enseguida adaptó a esta sierra para que su maravilloso entorno no se desperdiciase en la ignorancia del trasmallo y el palangre. S...

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MIQUEL ALBEROLA A principios de los años sesenta un cronista, sin duda cargado de veleidades, llamado Enrique Torres tuvo la ocurrencia de proponer al Ayuntamiento de Cullera que pintase el nombre del pueblo sobre el lomo del monte de Les Raboses para realzar su entidad, puesto que la carretera N-322 bordeaba a la ciudad y ésta "pasaba desapercibida" para el turismo. Su cerebro se alumbró tras ver en una película unos planos aéreos de Hollywood, que su imaginación enseguida adaptó a esta sierra para que su maravilloso entorno no se desperdiciase en la ignorancia del trasmallo y el palangre. Sin embargo, en la secuencia que va desde el sílex hasta ese momento, que precede al poliespán, la cadena humana comprendida entre los hombres de Neandertal y la diversificación íbera, romana, visigoda, musulmana y cristiana no había tenido ninguna dificultad para localizar ese enérgico enclave, establecerse en él y vivir su belleza con absoluta integración en el medio. Pero este cronista encontró en el consistorio la horma de su zapato, y el alcalde elevó esta memez a la categoría de acontecimiento municipal. Desde entonces, siete letras pintadas con plástico satinado, que emulan al gigantismo totalitario, ocupan la parte más vistosa de este punto geodésico para llamar la atención del turismo y otras aves migratorias, aunque otros destinos como Benidorm o Gandia lo atraen en mayores cantidades sin haber tenido que recurrir a este horrible e ineficaz reclamo, puesto que el hecho de llevar el nombre tatuado en la testuz no inviste valores que no se tengan. Esta extravagancia hortera ha sobrevivido a regímenes políticos, a gobiernos autonómicos y a corporaciones locales como si se tratase de un patrimonio cultural muy singular que debe perpetuarse en el próximo milenio, para gloria de su inventor, quien también propuso levantar un tablao flamenco en el interior de una cueva rica en restos arqueológicos. En cambio, en ese mismo promontorio apenas se nota que Al-Azraq, Pedro el Cruel de Castilla o el corsario Dragut asediaran Cullera y la tomaran a cuchillo y fuego. Será porque la historia es biodegradable y la cursilería no.

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