Reportaje:50º ANIVERSARIO

La cuna de un nuevo patriotismo

Llueve en Shaoshán. Jirones de niebla se deshilachan sobre las copas de los pinos mojados. Trepamos por el flanco de una colina, rebosante de verdor. Un centinela hace guardia delante de una granja. Muros de adobe, tejados de teja: es una choza austera, pero espaciosa. ¿Cuántos millones de chinos han venido aquí, brigadas de devotos, escuadrones de beatos, afluyendo hacia la lengua de limo donde nació el emperador rojo? Mao vino al mundo en 1893, cuando una China desvencijada se aprestaba a entrar en el gran siglo de las revoluciones. El joven Mao aprendió a rebelarse contra un padre odiado, a...

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Llueve en Shaoshán. Jirones de niebla se deshilachan sobre las copas de los pinos mojados. Trepamos por el flanco de una colina, rebosante de verdor. Un centinela hace guardia delante de una granja. Muros de adobe, tejados de teja: es una choza austera, pero espaciosa. ¿Cuántos millones de chinos han venido aquí, brigadas de devotos, escuadrones de beatos, afluyendo hacia la lengua de limo donde nació el emperador rojo? Mao vino al mundo en 1893, cuando una China desvencijada se aprestaba a entrar en el gran siglo de las revoluciones. El joven Mao aprendió a rebelarse contra un padre odiado, al que de buena gana habría entregado a la Guardia Roja según la leyenda dorada que modelaron sus hagiógrafos.El recorrido indicado por flechas impone un alto al borde del lago donde estalló una violenta discusión con el tirano paterno -ese vendedor de cerdos ávido de riqueza- encarnación de la vieja China a aniquilar. Allí unos pescadores lanzan hoy sus anzuelos. Allí también es donde Mao afinó sus gustos culinarios, esa locura por la guindilla que atormenta a todos los chinos del sur y la pasión por el vientre de cerdo con anís que figura en el menú del restaurante de la señora Tang. Situada frente a la propiedad de la familia, la cantina es otra etapa del circuito desde que la patrona se hizo fotografiar con el héroe, con un cigarrillo en la boca, con motivo de su gran regreso a su país natal en 1959.

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Pelo cano y chaqueta negra, gracias a la foto la señora Tang se ha convertido en una estrella muy solicitada que cuenta la misma e insignificante anécdota a sus invitados que han tenido la paciencia de esperar y, si éstos resultan ser extranjeros, entona una copla marcial sobre Taiwan. A juzgar por el flujo de visitantes que desembarcan en autobuses llenos y se mueven en columnas repletas de banderines, Mao sigue despertando cierto interés. A comienzos de los noventa hubo incluso una fiebre Mao, llena de fetichismo por un héroe deificado. ¿Por qué no celebrar a Mao si se contenta con ser tan sólo una estatua vaciada en bronce, gran comendador de una ética de la frugalidad que la gente gusta redescubrir en estos tiempos de mercantilismo? El chaparrón ha dejado de humedecer Shaoshán. Los montes de coníferas salen de su manto de niebla. Nos alejamos del santuario en una moto-taxi cubierta con una tela. El conductor es un antiguo obrero, despedido de una fábrica de esponjas decoradas con la efigie de Mao que, según dice, está de capa caída desde que su principal mercado -Rusia- se hundió. El vehículo asmático patina sobre un sendero embarrado que serpentea entre los arrozales del poblado próximo a Shaobei.

La tierra parece rica, repleta de granos. Un kilómetro más allá, la pista desemboca en la casa de Zhang Hongyuán que sale enseguida con un plato con pescado frito. Zhang es un campesino medio. No nada en la opulencia, ni mucho menos, pero ya no conoce las angustias del hambre. Su mujer es una ex médico de pies descalzos de la Revolución Cultural -calificada hoy de médico rural- que tiene su consulta en una habitación con una cruz roja. La pareja está orgullosa de esta casa con un mobiliario rudimentario construida hace cuatro años. Les costó 40.000 yuanes (625.000 pesetas), es decir una coqueta suma según el baremo local. Pero Zhang Hongyuán se lo puede permitir. Es un afortunado beneficiario de la descolectivización del campo. Su única obligación es entregar al Estado una cuota de 200 kilos de cereales al año. Por encima de esa cantidad, vende a su antojo su producción en el mercado libre. Intentó diversificarse montando una pequeña fábrica de piezas eléctricas para altavoces. Pero fracasó.

Su taller, donde se oxidan unas cuantas máquinas cubiertas con telarañas, sólo sirve ya para cobijar al ataúd de madera barnizada que ya se ha confeccionado. Con una pizca de sarcasmo en su voz, Zhang Hongyuán evoca el pasado, ese entusiasmo por las reformas, por las campañas y demás experiencias que han cambiado de arriba abajo a la China rural. Nos habla de la era de las comunas populares, ese sistema de la gran olla en el que "nadie tenía una motivación económica". ¿Se acuerda también del Gran Salto Adelante? ¿De sus catástrofes?

En esa época era un niño pero ha conservado en la memoria la hambruna. Puede testimoniar que en Shaobei "murió gente de hambre". "Tradicionalmente, este pueblo proporcionaba muchos soldados", prosigue, "pero muy pocos jóvenes se alistaron en aquellos años, a causa de la hambruna". En su peregrinaje a las fuentes de 1959, Mao pudo tomar el pulso de la desesperación reinante. Al margen de los ditirambos oficiales, en Shaoshán habló con un grupo de padres que le reveló la amplitud del desastre. El timonel les felicitó por su franqueza y les prometió poner fin a los errores. Los aldeanos creyeron haber sido escuchados. Pero semanas más tarde, Mao relanzó el Gran Salto Adelante tras una feroz lucha en el partido. ¿Fueron escuchados los aldeanos?

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La fe es ciega. Li se niega a pronunciar una palabra descortés contra Mao. ¿Se ofende a un Dios? "Mao es mi Buda", dice. Su retrato está clavado en la pared. Cara redonda, paternal, aureolada con un disco solar rojizo. En cada fiesta tradicional, Li se prosterna ante el Salvador de China, con las manos juntas, la frente tocando el suelo. Le ruega traer a la casa paz y riqueza y evitarle las catástrofes. Zhang Hongyuán también pretende protegerse de las calamidades recurriendo a las reglas de la geomancia tradicional, o feng shui (literalmente viento y agua). Orientó su casa para captar mejor el soplo del Dragón. Así que puso sobre la puerta de entrada un espejo, subterfugio visual que permite alejar los malos espíritus. Así es como vive Shaoshán, al ritmo de sus nuevas piedades y sus viejas obsesiones. Shaoshán, esa cuna de un Prometeo que antaño quiso abolir las "supersticiones feudales".

Se comprende que el pueblo se le quedara rápidamente pequeño a Mao, el adolescente rebelde que ansiaba abrazar unos horizontes más amplios. Así pues, se exilió en Changshá, la capital de Hunán. La carretera que conduce hoy hasta allí recorre una campiña moteada de blanco, el blanco de las casas de más de una planta que han proliferado en 20 años de reformas económicas. La llegada a Changshá es caótica. Enmarañamiento de hormigón y acero, sin alma, sin gracia, verruga urbana que crece sobre escombros de viejos barrios arrasados, ciudad de camelo que rezuma mal gusto con su castillo medieval al estilo Disneylandia plantado en la carretera del aeropuerto, arquetipo de la nueva ciudad china que en nada se distingue de las demás aglomeraciones.

Este es un país muy paradójico que rehace en parte una tabla rasa a la vez que exhuma las liturgias de su viejo imaginario. Felizmente, está la Escuela Superior Número Uno de Changshá para ofrecer descanso al espíritu confundido del visitante. La gente pasea por galerías bordeadas de jardincillos o sobre el crujiente suelo de las aulas. Mao estudió durante cinco años -1913-1918- en este crisol de la nueva China que formaba a promociones de docentes radicales. Por aquel entonces, los jóvenes se enardecían de patriotismo, a la vez que festejaban las luces occidentales. Los opúsculos de esa época han sido piadosamente conservados en un arcón acristalado: El espíritu de las leyes de Montesquieu o La riqueza de las naciones de Adam Smith. Darwin también era adulado. Su estatua sigue figurando cerca del terreno de deporte. Pero la Escuela Superior Número Uno no es un museo. Sólo han sido aisladas unas pocas piezas de leyenda, como el pupitre o el dormitorio de Mao. El edificio sigue activo pese a que en estos tiempos de vacaciones universitarias uno sólo se cruza con Luo Bushún.

Tieso sobre el sillín de su bicicleta, el profesor de inglés jubilado pedalea bajo la galería. Vestido con una camiseta ajustada aureolada de sudor, el viejo se disculpa. Está medio sordo. Cada mañana al alba, Luo Bushún acude a estos jardines de la escuela para practicar la gimnasia del taichí quan. Nos sentamos para charlar sobre un banco de una sala de conferencias con un alto techo, la misma donde Mao animó charlas sobre la salvación de China. Colgado de la desconchada pared, un cuadro gigantesco representa al joven orador vestido con un traje gris, arengando a sus pares con un retrato de Marx como fondo (reconstitución aventurada ya que por entonces Mao aún no había leído al teórico alemán).

Indiferente a la imaginería evangélica, Bushún nos cuenta su vida de pequeño intelectual prudente, en segundo plano, que ha atravesado sin traspiés todas las turbulencias de medio siglo de comunismo. Sólo hay una cosa que le interesa en el mundo: el taichí. Se empeña en hacer una demostración. Así pues, despliega su largo cuerpo, se queda inmóvil en una postura de recogimiento y, a continuación, realiza molinetes con sus gestos.

Una vez que Bushún se ha marchado, la escuela empieza a aburrir y nos decidimos a abandonarla. En el camino hacia la salida, la mirada se detiene en carteles colgados con chinchetas en un pasillo. Libelos enfurecidos, imágenes que tiemblan de cólera. Fueron colocados allí en los días que siguieron al bombardeo de la OTAN sobre la embajada de Pekín en Belgrado, a comienzos de mayo. El hecho tomó aires de psicodrama nacional. El patriotismo chino se inflamó. Las fotos expuestas muestran el descenso del avión de los ataúdes de las tres víctimas -escena que hizo llorar a decenas de millones de chinos- y jóvenes estudiantes que se manifestaron blandiendo una banderola que trataba a la OTAN de nazi. Como un eco de sus mayores de la época del joven Mao, los estudiantes desfilaron en primera fila. Fueron aún más lejos que la propaganda oficial: lanzaron llamamientos para boicotear la cultura estadounidense, en especial sus establecimientos de comida rápida. ¿Qué queda de todo ello?

Basta con ir al Kentucky Fried Chicken de Changshá, devastado por los manifestantes el día después del bombardeo. "Lo rompieron todo, los cristales, las mesas, las cocinas", recuerda un joven responsable chino. "No eran estudiantes sino gamberros". El local volvió a abrir tras estar 15 días cerrado. Hoy vuelve a estar repleto. Grupos de jóvenes modernos, peinados a la última moda de Hong Kong, engullen su muslo de pollo empanado. "No hago política", dice una joven, contable en una empresa del Estado. "Vengo aquí sencillamente porque me gusta el sitio y las hamburguesas".

La lucha de los patriotas contra los sortilegios yanquis se presenta complicada. También debido a que su combate por la nueva China era duro, Mao, seis años después de adherirse al comunismo, terminó por replegarse en los bosques de Jinggangshán (los montes Jinggang) a caballo entre las provincias de Hunán y de Jiangxí. Soplaba un mal viento ese otoño de 1927. Los comunistas acababan de ser masacrados en primavera en Shanghai por Chiang Kai-chek, tragedia que Malraux convirtió en la trama de su Condición Humana. Luego, la revuelta de la cosecha de otoño se tornó en desastre en Nanchang (Jiangxí) y en Changshá (Hunán). Mao era por entonces un rebelde integral, en desgracia dentro de su propio partido, un hereje que quería sublevar a los campesinos más que a los proletarios, un marginal abucheado por los bolcheviques chinos afiliados al Komintern que le consideraban un revolucionario chapucero. Tras el desastre de Changshá, no era más que un jefecillo a la deriva que encontró refugio junto con 400 partidarios en harapos en esos altos con pinos, apartados e inhóspitos. Paisaje de una feroz belleza: crestas que surgen, acantilados vacilantes, hinchazones de coníferas que parten, aquí y allá, la cuchillada nacarada de las cascadas. Mao hizo de este reino salvaje su guarida, una base roja, un sóviet encaramado sobre los picos, pero primero tuvo que negociar con los amos del lugar, dos asaltadores de caminos. Se llamaban Wang Zuo y Yuan Wencai. La pareja aceptó aliarse con la columna de fugitivos. Así se forjó este destacado lugar de la mitología revolucionaria, hoy estación turística muy estimada por funcionarios que van a conferencias y, sobre todo, por los pequeños estafadores con reloj chapado en oro tras los pasos de un visitante a quien timar. ¿Pero que habría sido del comunismo chino si los bandoleros hubieran decidido liquidar al jefe de los intrusos, según una costumbre muy habitual?

Esa pregunta obsesiona a Wang Shushén. Este anciano es el hijo del bandido Wang Zuo. Nos encontramos con él en un pueblo enroscado al pie de un circo de coníferas. Ahí está, hundido en un sillón de la habitación principal de su casa con paredes de arcilla y suelo terroso tapizado con calabacines y calabazas. Se ha sentado, porque le cuesta permanecer de pie sobre sus piernas temblorosas. Se ha cubierto la cabeza con un gorro de lana violeta. A su lado, su hijo profesor y su nuera asienten al oír sus quejas. El viejo está resentido. Se queja de la versión oficial de la muerte de su padre. Según los folletos autorizados, los dos bandidos murieron de forma accidental durante una escaramuza. Sin embargo, afirma que fueron los comunistas quienes les asesinaron.

El anciano no incrimina a Mao. Señala a uno de sus lugartenientes, Peng Dehuai -futuro ministro de Defensa- que al parecer quiso castigarles por su rechazo a participar a una batalla en el valle del Jiangxí. Es cierto que la progenie de los Wang es considerada oficialmente como una familia de mártires -la literatura oficial celebra a los dos bribones como unos Robin de los Bosques protomarxistas- pero ya no se contenta con esos títulos rimbombantes. Quiere que la verdad salga a la luz. Ha multiplicado las gestiones ante la Administración. En vano. "Nuestra versión sigue sin ser aceptada", se lamenta Wang Shushén, que no comprende por qué insisten en travestir la memoria de su padre, quien alimentó, cuidó y protegió a un Mao en peligro. En la frondosidad de este bosque de Sherwood, los descendientes del bandido son comedidos, pero sienten amargura. ¿Cuántos millones de chinos más tuvieron -y siguen teniendo- que quejarse de que reescribieran su destino?

La China rural está repleta de injusticias así, pequeñas y grandes. Las iras retumban, explotan o se apagan en silencio. La historia de Huang Jiú es la de una revuelta enterrada. Nos encontramos con una campesina en un pueblo de la falda de la montaña, Xiaping, sangrado de tierra amarilla bordeada de almacenes de ladrillo inacabados. Apartada del centro, en el reducto de una granja con aristas de tejas estrafalarias, Huang Jiú se abanica con su sombrero de paja. El aire es pegajoso. Sus mechones de pelo gris están pegados a sus sienes. Huang Jiú se llenó de tristeza el día - en 1997- que supo que una excavadora acababa de arrasar la tumba de su marido. La sepultura, situada no lejos de la carretera, molestaba a los burócratas del distrito en busca de nuevos espacios para instalar una carpintería y una destilería. Vamos hasta el lugar del atropello. Con una ramita en la mano, Huang Jiú señala un murete de piedras grises que acota el comienzo de un sendero. La lámina de acero ha esquivado la pobre estela (de la tumba), pero ha destrozado todo el resto.

Durante semanas, Huang Jiú rascó en el agujero de tierra en busca de unos cuantos huesos o de objetos que pertenecieron a su marido. Sin éxito. "Deberían haberme prevenido", se subleva, "en vez de sumirme en la desgracia". ¿Dónde ir ahora a rezar el día de la fiesta de los muertos? No comprende. La práctica del traslado de los cementerios es habitual en estas campiñas comidas por los proyectos de zonas industriales. El traslado de otra tumba de la familia, la de su abuela, se realizó con normalidad. Entonces, ¿por qué ese ultraje a su marido? Huang Jiú no comprende, pero quiere luchar. Clama su voluntad de llevar el asunto a los tribunales. Los burócratas intentan oponerse. No quiere problemas. Entonces se inicia una negociación. Se llega a un acuerdo: Huang Jiú retira su denuncia a cambio de una indemnización de 800 yuanes (15.000 pesetas) y de la concesión a su hija del huku (certificado de residencia) de la aldea vecina donde espera encontrar trabajo. Pero el arreglo resulta ser un engaño. Un fiasco. No sólo la aldea no ofrece ningún empleo, sino que las autoridades retiran a Jiú la parcela de 1,4 acres que había sido concedida a nombre de su hija, que ha dejado de estar inscrita en la localidad. El balance es calamitoso para Jiú: la tumba de su marido machacada, una parcela de tierra arrancada a la familia, una hija en paro que vuelve a casa. Enarbola un fajo de papeles: "¡Y todos estos impuestos que aumentan!"

También está la caída en un 50% de las cosechas de arroz provocada por la contaminación (emisión de productos químicos), indemnizada de forma irrisoria. Apoyado en la pared de la habitación, un hombre ha escuchado en silencio toda la conversación. Apenas lo habíamos percibido en la penumbra. Con el pelo en desorden, la camisa desabrochada y un cigarrillo en la boca, se adelanta y grita: "¡Ningún responsable del pueblo asume sus responsabilidades!" Y repite: "¡Ninguno!"

Tras Xiaping, bajamos al valle del Jiangxí meridional, no lejos de los montes de Ruijín, donde los comunistas fundaron en 1931 una República Soviética China. Mao era el presidente formal, pero en realidad su autoridad estaba minada por sus rivales de la dirección del partido. El enclave rojó cayó en otoño de 1934 ante el empuje repetido del Kuomintang. Fue el comienzo de la Larga Marcha.

Testigos de los furiosos combates de la época, los monumentos conmemorativos están diseminados por la región. Pero su estado deja que desear. En Xingguó, aldea ilustre en toda China por haber dado al Ejército Rojo una pléyade de generales, el monumento está invadido por las malas hierbas. Los funcionarios locales tienen otras prioridades.

Algunos de estos cementerios de mártires pueden ser vistos desde el tren Kowloon-Pekín que atraviesa China de Sur a Norte. Nos subimos en la estación de Xinnguó. La entrada al compartimento de bancos duros (segunda clase) -en oposición a los blandos (primera clase)- no tiene nada de simpático. El recién llegado es recibido con caras herméticas, enfurruñadas. No hay sitio suficiente. Nadie se aparta. Cada cual va a lo suyo. Bonito ambiente: algunos pasajeros se echan descalzos sobre los bancos, otros se dedican a realizar ruidosos gorgoteos con la garganta antes de soltar un escupitajo. De pronto, una pelea estalla entre un hombre y una mujer en relación con un asiento. Cada uno de ellos empuña una botella de agua mineral y amenaza con desplomarla sobre el otro. El resto del compartimento se ha alzado sobre los bancos y asiste divertido a la disputa, como si fuera un espectáculo. Luego la fiebre cae. Llega un joven andrajoso, pelo hirsuto, destentado, con pinta de vagabundo. Arrastra un saco de tela de yute que llena a su paso con latas vacías. Se dirige con amabilidad a un pasajero: "¿Puedo coger tu lata?" El otro, con tono arrogante, eructa: "No, no quiero". El pequeño recolector de recipientes prosigue: "Tan sólo era una pregunta". El imbécil vuelve a soltar: "Precisamente, no quiero que me hagas preguntas". Desde la ventana, se ven a lo lejos monumentos a caídos en la lucha para instaurar en China una sociedad fraternal.

©Le Monde

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