Tribuna:

Conexiones cromagnonas

MATÍAS MUGICA Ya se fue el verano, que en Euskadi, como todo el mundo sabe, es una fiesta. Y lo es, además, inevitablemente; quiero decir, que es difícil ignorarlo: por la pantalla de la televisión, en efecto, hasta al más misántropo le llega, en inquietantes ondas, el son del bombo que invade nuestras calles. Euskadi, en verano, es una fiesta incluso para el que no está, para el que no quiere estar. ¿Y Navarra? ¡Ah, Navarra también! Navarra más, la duda ofende. Y también aquí nuestra televisioncica, Canal 4, prez de la navarridad, programa puntualmente gran ración de bombo. Porque la tele v...

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MATÍAS MUGICA Ya se fue el verano, que en Euskadi, como todo el mundo sabe, es una fiesta. Y lo es, además, inevitablemente; quiero decir, que es difícil ignorarlo: por la pantalla de la televisión, en efecto, hasta al más misántropo le llega, en inquietantes ondas, el son del bombo que invade nuestras calles. Euskadi, en verano, es una fiesta incluso para el que no está, para el que no quiere estar. ¿Y Navarra? ¡Ah, Navarra también! Navarra más, la duda ofende. Y también aquí nuestra televisioncica, Canal 4, prez de la navarridad, programa puntualmente gran ración de bombo. Porque la tele veraniega necesita, claro, ingentes cantidades de relleno y la fiesta eso tiene, que es inagotable: siempre lo mismo, siempre la misma, pero ofrece sin embargo en su contada panoplia de gestos, rituales, bebercios y comercios, una prodigiosa abundancia de variantes, quizás desdeñables a ojos del profano pero que hacen toda la diversión del entendido. Así que todo eso nos lo echan por la tele, como pienso al cerdo, durante horas y horas, intercalando para aliviar la monotonía del continuado bombo, que es poco versátil, las declaraciones del borracho que pasaba, siempre plenas de interés y finos esputillos que perlan la lente de la cámara. Y así despachamos el bochorno. Pero no venía yo a protestar ni a quejarme de nada. Viva la tele y que hagan lo que quieran. Quería hablar, más bien, de las interpretaciones que esta cosa de la fiesta suscita cada cierto tiempo entre nosotros. Como era de esperar, no hay unanimidad, sino contradicción e incompatibilidad. Por ejemplo, hace poco sostenía un estudioso local, audaz reconstructor de nuestra Atlántida perdida, esa Civilización Vasca tragada por el océano indoeuropeo, que nuestro gusto por la francachela, nuestra afición a la borrachera, contra lo que pudiera parecer, no es en modo alguno como la ruta del bakalao, cosa de los últimos años, irrelevante, incluso un poco chabacana. No, lo nuestro, pues nuestro, es, no podía menos, antzestrala, y llega, dice, en línea directa del Cromagnoceno. Los vascos, indesmayables en la peculiaridad, entramos en la historia a nuestro estilo, el de siempre: haciendo eses. Rescato la teoría porque creo que se lo merece, porque ilustra a la perfección la murga de siempre, y porque me duele la injusticia de su olvido. Y es que en estos tristes tiempos, nada dura. En fin. Cierta o no, esta teoría, y otras muchas similares que florecen entre nosotros como enloquecidos perrechicos, tienen al menos una ventaja, esa cierta: le ponen a uno de mejor humor y le hacen menos descontentadizo. Me explico: ante el espectáculo edificante del borracherío vasco, el alma que cree -y hay muchas- en las conexiones cromagnonas reacciona de forma más positiva que las otras. Siente incluso, no creo exagerar, algo como amor por esos sus titubeantes congéneres. Les ve sentido: son, al cabo, la tradición, el pasado hecho presente en vías de futuro. La comunión nacional, como la otra, pone benévolo. Nos pasa a todos. Hay gente, sin embargo, inmune al venenillo. Uno, por ejemplo, que no solía ponerse nunca nada benévolo era Baroja. A don Pío rara vez le alumbraban la retina destellos primevales. En esta cuestión opinaba sencillamente que el alcoholismo era un problema enorme del país y que los curas lo habían fomentado para embrutecer a la gente y hacerles soportable la represión sexual y sentimental en que los educaban. Don Pío, desde luego, no era manco opinando. Pero claro, Baroja, lo sabe todo el mundo, era un españolista. ¿Cómo pedirle que entendiera la unión raigal, la chispa voltaica que en milagroso fogonazo une al vasco actual, pese al sobrepeso, las gafas y el lumbago, con la horda cromagnona que merodeaba por aquí en el principio mascullando el nor-nori-nork, y de fiesta en fiesta? Baroja veía sólo un problema de alcoholismo social. Era un desencantado. Pero no entiendan todo esto como censura o intento de hacerles desistir de la botella. Dénle ustedes sin miedo. Quizá permítanme un consejo: cuando salgan a por todas a la calle, llévense de casa algo preparado. Tienen ustedes bastantes probabilidades de acabar haciendo declaraciones en directo. Y claro, ya ante la cámara, con la lengua de palo y el cerebro entregado al mosto, no es momento de improvisar. Tráiganlo ensayado.

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