Tribuna:

Cooperantes

Los cooperantes son un producto finisecular del momento laico y acomodado en el que nos ha tocado vivir. Una legión que intenta lavar la mala conciencia del mundo rico dedicando los mejores años de su edad a extender buenas intenciones entre los parias de este mundo. En Centroamérica, por ejemplo, cientos de jóvenes españoles participan en programas alimentarios del Banco Mundial, campañas de vacunación diseñadas por Cruz Roja, o seminarios sobre los elementales rudimentos del sistema bancario que pretenden generar algún estilo de clase media en lugares donde los pobres de solemnidad conviven...

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Los cooperantes son un producto finisecular del momento laico y acomodado en el que nos ha tocado vivir. Una legión que intenta lavar la mala conciencia del mundo rico dedicando los mejores años de su edad a extender buenas intenciones entre los parias de este mundo. En Centroamérica, por ejemplo, cientos de jóvenes españoles participan en programas alimentarios del Banco Mundial, campañas de vacunación diseñadas por Cruz Roja, o seminarios sobre los elementales rudimentos del sistema bancario que pretenden generar algún estilo de clase media en lugares donde los pobres de solemnidad conviven sin solución de continuidad con las fortunas más escandalosas. Visten el equipo de faena durante unas horas al día, cobran en dólares, viven en casas con piscina y suelen tener dos personas a su servicio para asear el desorden que generan en su entorno doméstico las largas veladas alrededor de la botella de ron. Los jóvenes cooperantes se desenvuelven así en una suerte de esquizofrenia que combina su vocación constructiva con una realidad que invita al cinismo y mata el calor humano. La Generalitat destina 3.000 millones de pesetas al año a costear la estancia de los cooperantes entre los pobres del mundo, pero desde algún alto despacho, un gestor responsable diseñó un proyecto con vocación de excelencia: la construcción de un hospital. La idea ha prosperado en Nicaragua gracias a la coincidencia con los intereses de un presidente de república bananera que descubrió la forma de congraciarse con un segmento social influyente en términos tercermundistas: los maestros. El mejor hospital materno infantil de Nicaragua está a punto de abrir sus puertas gracias a la aportación de todos los valencianos. Pero Eduardo Zaplana, máximo representante de la Comunidad, adolece, sin haber ejercido, de los vicios del cooperante. De viaje en Nicaragua, mostró una sorprendente frialdad y fue incapaz de calzarse el zapato de faena para ofrecer su cooperación en los últimos detalles de una obra que ha pagado pero por la que parece no sentir ningún apego.

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