Tribuna:

Espejismos

ESPIDO FREIRE Ciertas fechas, Carnavales, Nochevieja, fiestas del pueblo, parecen traer consigo la obligación de divertirse: un poco más civilizados que en Europa del Norte, la diversión no implica solamente beber hasta caer rendidos, y de vez en cuando nos dedicamos también a torturar animales. Durante los días de las fiestas, la identidad habitual se trastoca y debe dar paso a otra persona. De hecho, no es difícil encontrar a gente disfrazada, y los propios trajes de aldeanos ayudan a alejar la realidad: sirven de identificación colectiva, los que sí entran en la fiesta y los que se quedan ...

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ESPIDO FREIRE Ciertas fechas, Carnavales, Nochevieja, fiestas del pueblo, parecen traer consigo la obligación de divertirse: un poco más civilizados que en Europa del Norte, la diversión no implica solamente beber hasta caer rendidos, y de vez en cuando nos dedicamos también a torturar animales. Durante los días de las fiestas, la identidad habitual se trastoca y debe dar paso a otra persona. De hecho, no es difícil encontrar a gente disfrazada, y los propios trajes de aldeanos ayudan a alejar la realidad: sirven de identificación colectiva, los que sí entran en la fiesta y los que se quedan fuera. Y demasiada gente queda fuera. Demasiada gente no participa de la euforia generalizada. Coinciden en agosto los accidentes de tráfico, los ahogamientos. La soledad de los ancianos, en residencias u hospitales. Los aullidos de los animales de compañía abandonados, que buscan amo desesperadamente. La gente a la que el dinero no le llega, los jóvenes en paro. Todas las desgracias parecen mayores cuando de fondo la gente, la masa, ese inmenso grupo anónimo, disfruta y llena las calles de las ciudades. Suenan las barracas, la música machacona y vulgar a la que nadie, ni siquiera caminando por las calles, escapa. En el País Vasco resulta difícil separarlas de un hecho político determinado, y cuando se comenta que la gente es capaz de divertirse al margen de las tensiones, lo que se quiere decir realmente es que a la gente, cuando está decidida a olvidar, el resto de la existencia le importa muy poco. Por desgracia, todas las fiestas comienzan a parecerse demasiado a todas las fiestas. Puede deberse a que las mismas personas peregrinan de unas a otras. A que se ha perdido la auténtica esencia que daba sentido a las fiestas. Los oficios religiosos, por ejemplo, carecen ahora de sentido para la mayoría de la población. Las corridas de toros despiertan tanta pasión como repulsa. Los juegos populares no atraen el interés de los jóvenes, para los que la semana de fiestas equivalen a un sábado inacabable, sin leyes ni reproches. Alcohol, música, diversión, sexo, un ambiente de permisividad que resultaría admirable de no resultar tan hipócrita, tan falso: un modo más de lograr hacer negocio y utilizar a las personas. Nadie debe negarse a nada durante las fiestas. Y a quien trate de hacerlo, se le tacha de malasombra, de, muy acertadamente, aguafiestas. Tras los excesos del Carnaval llegaba la Cuaresma: el control y la restricción aliviaban la conciencia de los excesos cometidos. Se cree ahora que la mayor flexibilidad moral evita la culpa: no es así. La culpa permanece, pero ahora se llama depresión. Se mantienen en cambio las costumbres más provincianas de los días grandes: abochornar a los vecinos en lo posible exhibiendo las mejores galas, reinas de la fiesta, beber y comer sin tasa, el preciarse de mantener unos hábitos mucho más modernos de lo que nos hacen creer. El orgullo, una vez más, de pertenecer al grupo mayoritario, de ostentar el poder y demostrarlo. Es obligatorio mostrarse contento, satisfecho, demostrar que se ama de corazón al pueblo. En los días de la niñez, el tiempo en que todo es nuevo y eterno, las fiestas se revisten de una ilusión nueva: los cabezudos, los gigantes que arrojan caramelos o golpes, los castillos hinchables, los juegos. En esa época uno se promete que cuando crezca se ocupará de que los niños tengan su espacio todos los días; pero se crece, y se olvidan las promesas. Cuando todo termina las calles apestan, sucias y llenas de inmundicias, y todo ha parecido ser muy corto. En dos días, cuando las banderitas se retiran y el olor a amoniaco se disipa, las fiestas pasan a ser un recuerdo difuso, emborronado. Los amores que se trabaron en esos días se olvidan rápidamente, o se siente la vergüenza de haberlos entablado. Y los que disfrutaron se unen a las víctimas de los accidentes, los familiares de los ahogados, los ancianos, los parados. Regresan, después del espejismo, a la misma monotonía inmisericorde de la vida cotidiana.

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