Tribuna:

Liquidación final

Si puede leer esto, es que el mundo sigue dando vueltas, mal que les pese a Paco Rabanne y a los innúmeros exégetas de Nostradamus, que, aprovechándose del críptico francés latinizado del astrólogo, podrán seguir haciendo cábalas y equivocándose unas cuantas centurias más sin que nadie se lo tenga en cuenta. Los profesionales del augurio y el horóscopo forman legión en las postrimerías del segundo milenio, como ya lo hicieron en torno al año 1000. Los hombres que inventaron dioses antropomórficos a su imagen y semejanza siguen pensando que su deidad, como ellos, siente debilidad por los númer...

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Si puede leer esto, es que el mundo sigue dando vueltas, mal que les pese a Paco Rabanne y a los innúmeros exégetas de Nostradamus, que, aprovechándose del críptico francés latinizado del astrólogo, podrán seguir haciendo cábalas y equivocándose unas cuantas centurias más sin que nadie se lo tenga en cuenta. Los profesionales del augurio y el horóscopo forman legión en las postrimerías del segundo milenio, como ya lo hicieron en torno al año 1000. Los hombres que inventaron dioses antropomórficos a su imagen y semejanza siguen pensando que su deidad, como ellos, siente debilidad por los números redondos, de lo que deducen que el fin del mundo tiene muchas posibilidades de caer por estas fechas emblemáticas del calendario.Los profetas listos siempre situaban las ordalías del Apocalipsis para una cita muy lejana, por la cuenta que les traía, no fuera a ser que después del fiasco, pasada la fecha emplazada, fueran sus clientes frustrados a exigirles explicaciones. A un vidente cualificado se le puede perdonar que falle en asuntos de menor importancia, que no nos toque la lotería o no aparezca en el horizonte la señorita rubia con la que íbamos a vivir una apasionada relación que cambiaría el rumbo de nuestra vida. Pero equivocarse en un tema de tanta enjundia y trascendencia debería inhabilitarles para siempre y obligarles a cerrar definitivamente su barraca.

En los últimos años, algunos gurus más responsables, imbuidos de la dignidad sacerdotal de su oficio, cuando vieron acercarse inexorablemente la fecha que ellos mismos habían anunciado, no tuvieron más remedio que echarle una mano al destino y convocar su apocalipsis particular, sólo para socios, un fin del mundo a la carta, a modo de pic-nic familiar, a veces con invitados extraterrestres.

Los profetas que sobrevivan al fatídico eclipse de hoy deberían, si conservan un punto de honrilla profesional, abandonar su profesión y apuntarse a las listas del paro; con su currículo encontrarán fácilmente un puesto de trabajo como encuestadores del CIS u otro igualmente esotérico en el que lucir sus habilidades.

Paco Rabanne, ese fatídico aguafiestas que pronosticaba la desaparición de París tras una colisión frontal entre la Torre Eiffel y la estación Mir, lo tiene fácil. Pese a la seguridad con que emitió sus vaticinios, el diseñador siguió preparando sus colecciones, sus trapos y sus perfumes por si quedaban supervivientes. Tal vez en su próximo desfile estén presentes las líneas maestras de su visionaria hipótesis, exquisitos harapos posnucleares, finas mortajas metalizadas o talares vestiduras angélicas. Espero que en esta ocasión los precios sean asequibles y que el modisto organice en la pasarela una gran liquidación final por cese de existencias. De no prosperar su iniciativa, aún puede reciclarse y vivir el poco futuro que nos queda como guionista de Hollywood. Nadie puede negarle originalidad y plasticidad a su diseño de Apocalipsis parisiense, un guión muy aprovechable por la enorme cantidad de efectos especiales que permite.

Si en algo estoy de acuerdo con los profetas agosteños es en que el fin del mundo será en verano, y probablemente en agosto, cuando las grandes ciudades entran en coma y se transforman en escenarios casi perfectos para el día después que apenas necesitan retoques, la naturaleza siempre se decanta por la ley del mínimo esfuerzo. Paseando por esta ciudad agonizante, clausurada por obras o vacaciones, me viene a la memoria una novela corta, mágica y magistral de Ramón Gómez de la Serna, La Nardo, que entrelaza la mórbida peripecia de su protagonista con la atmósfera de una ciudad, Madrid, que se prepara para el cataclismo final que anuncian las estrellas, en este caso la cola fuliginosa del cometa Halley.

Como los homínidos de Atapuerca o los galos de Astérix, sus descendientes han seguido creyendo que el petardazo definitivo vendría cuando el cielo se desplomara sobre sus cabezas. Los rayos y las centellas que se ven estos días sobre el cielo de Madrid podrían ser las luminarias, los fuegos artificales que amenizan este fin de fiesta. Claro que a lo mejor ya estamos muertos, difuntos revoltosos desde el día en que el profeta Fukuyama aseguró seriamente, avalado por sus títulos y masters, que la historia se había acabado. Desde entonces, puede que no seamos más que zombis sin dueño vagando impulsados por la inercia sobre la superficie de un planeta suicida. No hay más que vernos.

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