Tribuna:

Nacionalismo recreativo

Con el nacionalismo va pasando lo que en su día pasó con el comunismo: que parecía una teoría política sofisticada y hasta emancipadora allí donde no estaba institucionalmente vigente y resultaba un dogma represivo al servicio de burócratas trepadores donde triunfaba como forma de Estado. Desde luego, los partidarios del comunismo sutil o académico renegaban del comunismo bárbaro establecido, huían o eran expulsados de los partidos comunistas oficiales e incluso en ocasiones rechazaban como una estrategia típica de la guerra fría que se les calificara propiamente de "comunistas". Eso sí, compa...

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Con el nacionalismo va pasando lo que en su día pasó con el comunismo: que parecía una teoría política sofisticada y hasta emancipadora allí donde no estaba institucionalmente vigente y resultaba un dogma represivo al servicio de burócratas trepadores donde triunfaba como forma de Estado. Desde luego, los partidarios del comunismo sutil o académico renegaban del comunismo bárbaro establecido, huían o eran expulsados de los partidos comunistas oficiales e incluso en ocasiones rechazaban como una estrategia típica de la guerra fría que se les calificara propiamente de "comunistas". Eso sí, compartían con los estalinistas una incómoda "elección de campo" frente al enemigo común yanquiforme, la veneración crítica por ciertos mentores ilustres (que los brutos con mando en plaza supuestamente comprendían mal o desvirtuaban) y bastantes análisis de lo que no funciona ni puede funcionar en el mundo capitalista. No dejaban tampoco de asombrarse ante la virulencia reaccionaria con la que su "comunismo de diseño" era rechazado por los disidentes de los países del Este, que les escupían con no menor odio que a sus carceleros políticos y preferían encomendarse a vírgenes, papas y otras ilusiones supersticiosas. Con el modulable y lábil ideario nacionalista va ocurriendo hoy algo parecido al repertorio comunista (para colmo, a veces les pasa a los mismos). Como los abusos del estatalismo uniformizador -por no hablar del universalismo etnocéntrico occidental al servicio de las multinacionales- admiten serias objeciones, rebrotan en las democracias liberales planteamientos que tienden a lo comunitario o al nacionalismo vitaminado por la Ilustración. Se rechazan por supuesto las etnomanías identitarias, las medidas institucionalmente excluyentes para unos u otros o la agresión terrorista, pero se asume de modo más o menos explícito que los actuales Estados-Nación (dentro de cada uno de los cuales siempre conviven nacionales sin Estado) deben dejar paso a... otra cosa más homogénea y respetuosa de los derechos humanos colectivos. En países como España, donde la retórica patriotera de la dictadura vacunó a la izquierda contra todo "españolismo" (es decir, contra el vicio nefando de oponer objeciones de sentido común a los excesos o caprichos regionalistas), estos intentos de cuadrar algunos obstinados círculos merecen adhesiones intelectuales no abrumadoras pero sí distinguidas. Y reciben también atropellados rechazos por parte de los "antinacionalistas viscerales" (equivalentes a los "anticomunistas viscerales" de antaño), cuyos especímenes más virulentos suelen cosecharse allá donde partidos programáticamente nacionalistas gobiernan desde hace dos décadas. Para muchos rumanos, polacos o rusos, la palaba "comunismo" ha perdido -¿injusticia histórica?- todo imaginable glamour; es curioso comprobar que tal fenómeno afecta de igual modo al título "nacionalismo" en lugares tan distantes como Sarajevo, Barcelona o Portugalete.

Pero ello no es óbice para seguir interesándonos por tales esfuerzos teóricos, como el último libro de Xavier Rubert de Ventós, titulado Catalunya: de la identitat a la indepèndencia (y más trabajosa y desafortunadamente en castellano: De la identidad a la independencia: la nueva transición, editorial Anagrama). Confieso, para empezar, mi duradera predilección por los ensayos de Rubert de Ventós, casi siempre imaginativos, sustanciosamente inteligentes hasta en su rebuscamiento y bien barnizados de humor. Vamos, que no es Ernest Lluch.

Su último libro, no muy extenso, aborda empero cuestiones diversas y ambiciosas como las raíces antropológicas de la conflictiva sociabilidad humana, el alcance individual y colectivo de la reivindicación de derechos, las perspectivas para ir más allá de los Estados nacionales o revisiones heterodoxas de nociones tan irritadamente exprimidas como "identidad" o "independencia". En todos los campos que toca, Rubert sacude aletargamientos de la rutina teórica y da que pensar; en ninguno, si no me equivoco, plantea alternativas operativas a las soñolientas perspectivas denunciadas. Desde un punto de vista estrictamente intelectual, donde opera también el guiño y el ingenio, no hay mucho que reprocharle y bastante que agradecerle; pero en el plano político -en el que creo que este ensayo libra su auténtica batalla- cabe mostrar cierta justificada insatisfacción.

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Sea, por ejemplo, la cuestión de los derechos (humanos o fundamentales) individuales frente a las discriminaciones colectivas. Rubert sostiene que, como la singularidad de cada uno de nosotros viene marcada por diversas pertenencias colectivas (raciales, ciudadanas, sexuales, gremiales, etcétera), de acuerdo con las cuales somos aceptados o rechazados por los demás, debe haber también un derecho colectivo que ampare a los que por pertenecer a tal o cual grupo son discriminados o perseguidos. Según él, cualquier niño, anciano o bosnio puede tener derechos humanos individuales "pero nada de lo que les es arrebatado en cuanto colectivo (como niños, bosnios, ancianos) se corresponde con lo que se podría considerar la titularidad de un derecho". Confieso que no entiendo lo que quiere decir. ¿No es el primer derecho humano el de no sufrir persecución o discriminación por razón de raza, sexo, nacionalidad, edad, etcétera? Por supuesto, cada individuo comparte sus características peculiares con otros muchos congéneres: ¿anula eso su individualidad?, ¿le invalida como titular individual de derechos?, ¿no es precisamente el sentido de los "derechos humanos" el reconocer algunas prerrogativas comunes a todos de las que no podemos ser desposeídos por pertenecer a tal o cual grupo? Claro que el amparo de ciertos derechos individuales exige el reconocimiento de sus efectos colectivos: mi derecho a salir en procesión con mi cofradía exige que sea legal formar cofradías y que se autoricen las procesiones. ¿Pasa por ello la titularidad del derecho de mi persona a mi cofradía o a nuestra procesión? Y claro que ciertos derechos humanos son propios de una edad (la educación de los niños) o de un sexo (el aborto), pero no dejan de ser universales ni personales, porque tales determinaciones se oponen precisamente a la marginación dentro de ellas por particularismos de pertenencia: a que sólo sean educados o puedan abortar tales niños o tales mujeres.

Frente a quienes consideran abstractas las "identidades colectivas", Rubert señala que lo verdaderamente abstracto y bárbaro son las "soberanías territoriales" que aún gobiernan nuestro siglo "y que permiten prescindir alegremente de cosas tan concretas como la viabilidad de un país o la voluntad de sus habitantes". De acuerdo, pero ¿a qué criterio recurriremos entonces cuando en un territorio se contrapongan visiones opuestas del país viable o los habitantes tengan voluntades distintas?, ¿no deberemos reclamar al menos que ni el país ni la voluntad que se instituyan lesionen irreversiblemente los derechos de los individuos discrepantes que deberán seguir conviviendo allí? Me temo que son precisamente esas "soberanías territoriales" las que suelen reclamar sacrosantos derechos colectivos para negarse a res-

petar el nomadismo de los derechos individuales. Por eso juzgo preferible el Estado soberano más "desterritorializado" y por tanto más capaz de asumir derechos nómadas, con menos patria que humanidad: mejor el Estado español que un posible Estado catalán o vasco, mejor el Estado europeo que el Estado español, etcétera. Tal es, por cierto, el límite del radical "soberanismo" que me atribuye Pascual Maragall en su prólogo al libro de Rubert, supongo que movido por la necesidad política de inventar extremismos contrapuestos gracias a los cuales cualquier improvisación oportunista parezca equilibrada moderación. Me consuela pensar que Maragall tampoco parece haber entendido mucho mejor el libro de Rubert, al que tiene más cerca. Por lo demás, el nacionalismo propuesto por Rubert es tan flexible, ecléctico y moderado que sería una vergüenza no simpatizar con él: identidad posmoderna polivalente, independencia entendida como interdependencia, rechazo de etnicismos identitarios y nostálgicos, etcétera. Al nuevo Gobierno nacionalista vasco le recomienda ser "más radical y más liberal a un tiempo; más independiente de España, pero más dependiente y más escrupulosamente respetuoso de todo lo que de español tiene Euskadi en su seno, y que todavía lo define". ¡Bravo! ¿Podrá ser verdad tanta belleza? ¿Es ésta la línea de los nacionalismos realmente existentes? ¿Será cierto por tanto que "hoy día parece más barato labrar el futuro de una nación no reconocida que mantener el pasado de una ilusión soberanista cuajada de símbolos y carcomida por la impotencia"? Puede que sí. El padre de Borges advertía a su hijo: "Este mundo es tan extraño que todo es posible, hasta la Santísima Trinidad". No seré yo quien le desmienta.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid.

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