Tribuna:HORAS GANADAS

La escritura de la imagen RAFAEL ARGULLOL

No tengo demasiada confianza en los pintores que alegan su condición de artistas para negarse a explicar sus obras. Aunque ésta sea un actitud respetable cuando se refiere a la superioridad de la obra sobre el autor, fácilmente puede camuflar la impotencia o la confusión de quienes se atrincheran tras ella. Con pocas excepciones, el pintor demasiado artista para reflexionar sobre su cometido oculta sus carencias bajo una condición vanguardista que muestra, en realidad, la decadencia y el manierismo de una actitud esencialmente antimoderna. Lo curioso de esta posición es que los pintores que l...

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No tengo demasiada confianza en los pintores que alegan su condición de artistas para negarse a explicar sus obras. Aunque ésta sea un actitud respetable cuando se refiere a la superioridad de la obra sobre el autor, fácilmente puede camuflar la impotencia o la confusión de quienes se atrincheran tras ella. Con pocas excepciones, el pintor demasiado artista para reflexionar sobre su cometido oculta sus carencias bajo una condición vanguardista que muestra, en realidad, la decadencia y el manierismo de una actitud esencialmente antimoderna. Lo curioso de esta posición es que los pintores que la suscriben creen mantenerse fieles al prototipo romántico-moderno del artista, cuando lo cierto es que, al contrario, tanto el artista incubado en el romanticismo como el que protagoniza los sucesivos episodios del arte moderno tiende a una explicación, obsesiva a veces, de sus obras. A este respecto la literatura de los artistas es uno de los fenómenos creativos más interesantes de los dos últimos siglos, en igual medida que su declive en este periodo final del siglo XX ilustraría, quizá, el agotamiento de una cierta manera de entender el arte. Sea como fuere, es indiscutible que uno de los rasgos más sobresalientes de la modernidad estética es la inclinación de los artistas a la autoexplicación. Ya los grandes románticos, como Friedrich, Turner o Delacroix, nos han dejado minuciosas anotaciones sobre la evolución de sus obras, que en el caso del segundo se extienden a lo largo de más de 50 años. Sin embargo, la escritura sobre la imagen se generaliza todavía más a medida que se acelera el ritmo rupturista del arte moderno. Junto a los manifiestos colectivos de principios de este siglo, que implican en alto grado la exigencia de explicación, se multiplican las proclamas y reflexiones individuales, algunas de enorme maestría, como las de Kandinsky, Klee o Lèger. Con toda probabilidad, el expresionismo abstracto norteamericano conlleva el último gran momento de autoexplicación por parte de artistas decisivos. Un detallado testimonio de esta última relación entre pintura y escritura, en un tramo fundamental del arte moderno -la década de los veinte-, puede encontrarse en el imprescindible libro de Félix Fanés, Salvador Dalí. La construcción de la imagen (Editorial Electra, 1999): independientemente de su ventura y desventura posteriores, no hay duda de la ambiciosa lucidez de Dalí tanto en lo que se refiere al aprendizaje de los lenguajes pictóricos que le son contemporáneos cuanto a su intuición de la necesidad estética de una síntesis literaria de los mismos. Tras leer el libro de Félix Fanés se comprende mejor por qué Dalí dejó de ser antes un excelente pintor que un excelente escritor. En cualquier caso fue un exponente más de un nutrido grupo de escritores-pintores que atraviesa la cultura moderna dejando tras de sí una constelación de textos sólo parangonables con la cultura renacentista. Bajo esta óptica, el paralelismo, desde la diferencia de territorios espirituales, es muy significativo: también el Renacimiento contempló asiduamente la figura del artista que se exigía la autoexplicación, fuera para su arte en general, fuera para su trayectoria en particular. Piero della Francesca, Leonardo, Durero o Miguel Ángel son ejemplos indiscutibles de una época que permaneció atenta a la expresión de sus latidos creativos. Tal vez lo que tengan en común los artistas renacentistas y los modernos sea la necesidad de contrarrestar la pérdida de autoridad extraartística que ellos mismos han provocado. Al emanciparse del lenguaje rigurosamente codificado de los artes bizantino y medieval, la creatividad renacentista debe recurrir a la nueva autoridad que le proporciona la libre reflexión. Es cierto que todavía actúan sobre ella determinadas coordenadas canónicas, pero la libertad de explicación de la que hacen gala un Miguel Ángel en sus poesías o un Leonardo en el Tratado de pintura no tiene precedentes. También el arte moderno se desarrolla con una vocación anticanónica que le lleva a reivindicar el experimento frente a la tradición y el academicismo. Como en el Renacimiento, aunque mucho más acuciantemente en el terreno de la forma, el artista moderno sólo puede echar mano de la libertad de explicación como sustituto de la autoridad que rechaza. Y es de esta encrucijada, dramática e irónica al unísono, de donde parten los caminos del arte y, como una sombra ineludible, asimismo los que conducen a interrogarse sobre él. Dependiendo de épocas y culturas, tanto el artista que se somete a los códigos más rígidos como el que quiere desprenderse de ellos puede ser igualmente válido para lo que, también desde visiones distintas, denominamos arte. Pero parecería razonable que el artista que se presenta como libre asumiera también la libertad de explicarse. Y el riesgo.

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