Tribuna:

Reinvención

LUIS MANUEL RUIZ Oportunidad única la que la galería Rafael Ortiz ofrece a los sevillanos hasta mediados del mes de julio: la de sacudirse el polvo de la ciudad para acercarse a lo que ha sucedido en arte y literatura desde los años del costumbrismo. La exposición retrospectiva de Joan Brossa nos permite aproximarnos a un creador radical, sin medias tintas, de los que encuentran más experiencia creativa en el sonido de una bofetada que en tanto óleo malgastado con propósitos políticamente correctos. Brossa es un púgil de la vanguardia, un híbrido de especie extinguida, un cruce de caminos ent...

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LUIS MANUEL RUIZ Oportunidad única la que la galería Rafael Ortiz ofrece a los sevillanos hasta mediados del mes de julio: la de sacudirse el polvo de la ciudad para acercarse a lo que ha sucedido en arte y literatura desde los años del costumbrismo. La exposición retrospectiva de Joan Brossa nos permite aproximarnos a un creador radical, sin medias tintas, de los que encuentran más experiencia creativa en el sonido de una bofetada que en tanto óleo malgastado con propósitos políticamente correctos. Brossa es un púgil de la vanguardia, un híbrido de especie extinguida, un cruce de caminos entre el profeta y el payaso: el piantado, el cronopio, ramal de ese tronco prolífico de locos divinos del que también brotaron Lewis Carroll, Alfred Jarry, Julio Cortázar. Su arte nos propone renovar el extrañamiento surrealista: alterar lo cotidiano para demostrar su fragilidad, revelar que la rutina doméstica cuenta con abismos tan profundos, terroríficos e hilarantes como un espectáculo de circo, del que el prestidigitador catalán se confesó devoto. Hay en su obra esa voluntad polémica de un Duchamp, ese escupitajo a la cara del arte que mancha de bigotes de museos, pero también la reflexión lúcida, metatextual, de un Joseph Kosuth: su lección es que la realidad no termina meramente en lo que ofertan los sentidos o las palabras. Lo triste es que esta breve iluminación de Brossa tenga que ser forzosamente transitoria y que a continuación debamos de regresar al consabido desierto artístico. Sólo cada una porción inmisericorde de meses una muestra como ésta viene a sacarnos del tedio e ilustra entre nuestros conciudadanos que la pintura y la poesía son vehículos que dejaron tiempo ha el ripio decimonónico. El inmovilismo cultural de Andalucía, su adoración mostrenca a los tópicos más añejos de la tradición -véase cualquier exposición patrocinada por caja de ahorros, teatro en vía pública o encuentro musical, más pregones de fiestas mayores-, la maniática cerrazón institucional a no ocuparse más que de cristos, floreros, puentes y meses de primavera no puede sino perjudicar al pulso de una región que lucha por convertirse progresivamente en una de las autonomías insignia de nuestro país y que permanece a su vez recluida en el provincianismo de mirarse perpetuamente y perpetuamente adorarse a sí misma. El ambiente cultural andaluz respira un aire de sordera feliz, el aire enrarecido de un cuarto que lleva mucho tiempo sin ventilarse: no sólo no sabemos lo que sucede más allá de Despeñaperros, sino que además y sobre todo no nos importa. En el arte contemporáneo no hay macetas ni mantillas; lo cual es sinónimo de decir que nos resulta ocioso. La pregunta del millón es saber si es posible construir una Andalucía alternativa, crear una Andalucía literaria y artísticamente sólida que entierre de una vez los tópicos que arrastramos desde nuestros abuelos. Se hace necesario, desde ya, un pacto con el futuro, un cambio de miras que tenga más en consideración las posibles trayectorias venideras que la añeja artesanía de los talleres. Reinventar Andalucía: esa es la tarea que nos queda a los andaluces que acabamos de comenzar a afilar las plumas y los buriles, de comenzar, en la hermosa expresión de Stevenson, a jugar con papeles.

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