Tribuna:

Todos somos nosotros, versión PP JOAN SUBIRATS

En su primer mitin electoral en Cataluña, el presidente del Gobierno, José María Aznar, insistió en su conocida versión de que España vive en el mejor de los mundos posibles gracias a la Constitución y a los estatutos de autonomía. Los mencionados textos normativos configuran el marco cohesionador en el que el Partido Popular encuadra su proyecto. Ese era asimismo el mensaje de la ponencia presentada en el último congreso del Partido Popular que firmaba Javier Arenas, y que fue amplia y eficazmente corregida por Alejo Vidal- Quadras. La idea de fondo es que la Constitución y los estatutos gara...

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En su primer mitin electoral en Cataluña, el presidente del Gobierno, José María Aznar, insistió en su conocida versión de que España vive en el mejor de los mundos posibles gracias a la Constitución y a los estatutos de autonomía. Los mencionados textos normativos configuran el marco cohesionador en el que el Partido Popular encuadra su proyecto. Ese era asimismo el mensaje de la ponencia presentada en el último congreso del Partido Popular que firmaba Javier Arenas, y que fue amplia y eficazmente corregida por Alejo Vidal- Quadras. La idea de fondo es que la Constitución y los estatutos garantizan para siempre la convivencia común de unos españoles que consideran esa realidad un "elemento esencial de su horizonte personal y de su interpretación del mundo". Se define a la España de hoy como un proyecto colectivo surgido de "largos siglos de continuidad", que "han forjado una cultura, unas instituciones, unos referentes y una identidad". España sería pues, en la visión del PP, una "nación que se reconoce a sí misma como comunidad de intereses, metas y afectos", en la que uno de sus elementos esenciales de cohesión colectiva es el español, base de la cultura española, fundamento básico de la identidad nacional. No existen para el PP divisorias significativas en el país: "En la España del siglo XXI todos somos nosotros". En ese camino identitario, cohesionador y vertebrador, el Partido Popular compite con algunos dirigentes del PSOE que no quieren perder la rueda de los populares. Se lanzan acusaciones de "fragilización" del país, se buscan referentes de españolidad o se juega a bloques ante las esperanzas de la tregua en el País Vasco, mientras un casi solitario Pasqual Maragall esboza un discurso alternativo lleno de nuevos y asimétricos matices federalistas. Más allá de la coyuntura política, nos convendría saber si la democracia ofrece más perspectivas de integración política a través del conflicto o a través del consenso. La realidad social actual no parece dejar mucho espacio para perspectivas de sentido total como las que se apuntan en la ponencia del PP citada. Existe una tal pluralidad de opiniones, intereses y maneras de entender la vida que cuando uno oye hablar de una sociedad entendida como una "comunidad de intereses, metas y afectos", lo menos que puede hacer es echarse a temblar. Como sugieren Rödel y otros autores alemanes en el magnífico libro La cuestión democrática (siguiendo a Arendt y Lefort), ese tipo de comunidad identificadora sólo es posible a través de una regresión autoritaria. A diferencia de lo que apunta el Partido Popular, la integración no puede construirse desde las semejanzas, sino a través de las diferencias, buscando la legitimación en la continuada tolerabilidad de las divergencias. Una sociedad viva y moralmente activa es una sociedad que acepta el conflicto, que no tolera el unitarismo como bandera. La fuerza de la democracia reside en la aceptación institucionalizada de su posible puesta en cuestión, siempre que se respeten las reglas de juego que excluyen la violencia como medio de presión. A uno le sorprende esa especie de visión sagrada de la Constitución y de los estatutos de autonomía, cuando el propio sistema prevé las vías de su reforma, y cuando se ha institucionalizado un sistema permanente de relectura por la vía del Tribunal Constitucional. Ni las mismas sentencias de ese alto tribunal tienen garantía de permanencia ya que, como acabamos de comprobar, están sujetas a su modificación ante nuevas situaciones conflictivas y nuevas opiniones jurídicas. Toda decisión puede ser objeto de crítica, aunque haya sido tomada según lo que establece la normativa, y siempre se puede intentar modificarla, aunque sea a través de la desobediencia civil o de otras formas de protesta, quizá extralegales (en el sentido de que no aceptan las normas vigentes), pero activadoras de los principios democráticos. Ahí reside la grandeza del proyecto democrático, de esa democracia siempre inacabada, que no se agota en el derecho vigente. ¿Cómo casa ello con la idea expresada en el programa del PP de que la Constitución y los estatutos son el marco de convivencia para siempre de los españoles, que han hecho de esos meros instrumentos jurídicos nada más y nada menos que la base de "su interpretación del mundo" y "un elemento esencial de su horizonte personal"? Lo único que se me ocurre es que se pretende cerrar, "congelar", lo que siempre debería ser una cuestión abierta. La democracia no se construye sobre un consenso mítico. La democracia es sobre todo aceptación de la disidencia, del riesgo, asunción del conflicto, y no me extraña que para los amigos de la estabilidad y del orden ello suene a sumamente inquietante. A diferencia de lo que muchas veces se cree, lo que cohesiona y vertebra una sociedad es el conflicto. En la disidencia, se reconoce al otro. No puede haber nada más paralizante y anestesiante para una sociedad que el afirmar, como hacen los populares (o como hace a veces Jordi Pujol usando el nombre de Cataluña en vano), que "todos somos nosotros", a no ser que se pretenda despolitizar el espacio público. En el conflicto aparecen los intereses diversos, el antagonismo real de unas situaciones sociales para nada equitativas. Y es en el conflicto donde se reconoce a los otros, y en ese reconocimiento de la diversidad es donde reside el efecto civilizador, fundacional de una sociedad, de un espacio público, un espacio de todos. A mí me mosquea mucho estar en el mismo nosotros que mucha gente con la cual no me importa convivir y de la que respeto sus opiniones, pero pido tener espacio para estar en desacuerdo radical con ellos, para no sentirme de su mundo, para ser otro. La sociedad de este final de siglo no es la que nos dibuja el ideario del Partido Popular. Me asusta su talante uniformizador y preautoritario, por mucho que se rodee de sacralizaciones jurídicas y constitucionales. Me gustaría vivir en un país en el que el poder, el derecho y el conocimiento estuvieran constantemente en cuestión. Esa indeterminación, lejos de preocuparme me ilusiona, ya que la aventura está en buscar continuamente las identidades colectivas en la experiencia de la discordia, en la confrontación de nuestros muchos otros.

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