Reportaje:

Pobreza estructural en medio del bienestar

La economía crece pero cuando la riqueza no se reparte la pobreza estructural se mantiene. De izquierdas o derechas, todos los gobiernos hablan de consolidar el Estado (en este caso Comunidad) del bienestar. Por tanto el análisis de la política social del Consell no se puede limitar a la disección de la Consejería de Bienestar Social o a los distintos departamentos que asumían las competencias de ésta antes de que el Ejecutivo del presidente de la Generalitat, Eduardo Zaplana, diera rango de cartera a una parcela que preocupa al electorado de fin de siglo. No hay que escarbar mucho para hallar...

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La economía crece pero cuando la riqueza no se reparte la pobreza estructural se mantiene. De izquierdas o derechas, todos los gobiernos hablan de consolidar el Estado (en este caso Comunidad) del bienestar. Por tanto el análisis de la política social del Consell no se puede limitar a la disección de la Consejería de Bienestar Social o a los distintos departamentos que asumían las competencias de ésta antes de que el Ejecutivo del presidente de la Generalitat, Eduardo Zaplana, diera rango de cartera a una parcela que preocupa al electorado de fin de siglo. No hay que escarbar mucho para hallar pobres en la Comunidad Valenciana. La pobreza estructural no se alimenta únicamente de mendigos. Según el estudio Condiciones en que viven los pobres de España, patrocinado por Cáritas Española y la Fundación Foessa y hecho público en 1998, la "pobreza absoluta, en términos cuantitativos, y extendiendo el término a la mayoría de los drogadictos más tirados, a las prostitutas de baja estofa, a los chabolistas y los que malviven en infraviviendas o viviendas infrahumanas, etcétera..." sólo estaría integrada por "unos pocos cientos de miles en la actualidad en España". Para la Unión Europea "pobre" es aquel que vive en una situación económica y social inferior a la mitad de la media de vida del conjunto de los ciudadanos del Estado. Y aunque muchos de los indicadores económicos, industriales, laborales o fiscales, de esos que sí cuentan para el "España va bien", indiquen (o se traduzcan por) paisajes más agradables, la Comunidad Valenciana está plagada de pobres. En concreto, según Caritas, uno de cada cuatro valencianos (el 24,6%) vive por debajo del umbral de la pobreza. Una cifra superior en más de tres puntos porcentuales al nivel de pobreza del Estado, que sufre el 22,1% de los españoles. Y más grave si se tiene en cuenta que la media europea es del 15% y que sólo Portugal y Grecia tienen a más personas por debajo del umbral del 50% de la renta media disponible neta (RDN) del país. Así, si la renta media es de 80.000 pesetas por persona y mes (la RDN), en España hay, según Cáritas "con un criterio conservador", 2.192.000 hogares en los que viven 8.509.000 ciudadanos que se mantienen con menos de 40.000 pesetas. De estas personas que se ven abocadas a afrontar una situación conflictiva y de segura desventaja social, el 11,16% se sitúa en la Comunidad Valenciana. 950.160 valencianos que en distinto grado son considerados, según los parámetros aceptados en la UE, como inequívocamente "pobres". Y lógicamente las dificultades de estas personas aumentan en la misma proporción que baja su renta. Así, 78.950 valencianos, en núcleos familiares con una media de 6,5 miembros, viven con menos de 12.000 pesetas por persona y mes. Es la "pobreza extrema". Sólo la décima parte de los pobres valencianos tiene un trabajo normalizado pese a que el 38,4% está calificado como población potencialmente activa (el resto son jubilados, niños o amas de casa). Y la cosa se agrava en el caso de los jóvenes: "El paro y, sobre todo, el paro desprotejido afecta más a los jóvenes que a los mayores: el 76,2% de los parados sin subsidio tiene menos de 34 años". Queda por tanto claro que las políticas de empleo y los programas de capacitación profesional son, si no la solución mágica, actuaciones que ayudarían a paliar el problema. Con 400.000 parados en la Comunidad Valenciana, el bienestar social está todavía distante. Sobre ese trasfondo social se instalan las políticas de la Administración. Y el discurso del Consell sobre el bienestar social no se ha plasmado en grandes líneas programáticas. La característica más destacada ha sido la entrada del capital privado en la gestión. ¿De qué manera? La paulatina asunción de funciones públicas mediante empresas privadas se ha visto favorecida por la nueva Ley de Servicios Sociales (que modificó en 1997 la anterior, socialista). Bajo su amparo, el departamento, primero dirigido por José Sanmartín (Consejería de Trabajo y Asuntos Sociales) y luego por Marcela Miró (Bienestar Social) ha podido, a juicio de la oposición, privatizar los servicios. "De repente alguien se dio cuenta de que se podía ganar dinero con la ayuda social", resume un crítico con los cambios asumidos. Las inversiones del Consell dieron paso a las transferencias de capital (mediante convenios de colaboración) a entidades, asociaciones y empresas que prestan los servicios. Con este método, no hace falta concurso público y las empresas beneficiarias no tienen por qué depositar una fianza. Y sirve lo mismo para una residencia de ancianos privada, para una de carácter religioso, para una de discapacitados o para la custodia de niños sobre los que pesa alguna medida judicial. Asimismo, los centros Mujer 24 Horas, para ayudar a las víctimas de los malos tratos, también están en manos de la gestión privada. La liberalización, nunca ocultada por el PP (que ya la vendía en sus programas electorales) ha recibido toda suerte de críticas. Puede que ayude a contener los gastos de personal y de mantenimiento de infraestructuras. Pero, a juicio de la oposición, el proceso impide crear estructuras fijas de servicios sociales, traspasa al mercado un consumidor cautivo (ancianos, minusválidos y menores no tienen una auténtica oferta) y trasvasa el dinero público no a los usuarios sino directamente a las cuentas corrientes de las empresas, que tampoco adquieren unos compromisos claros con la Administración. Por la misma regla, se rompe el principio de universalidad, como en el caso del bono-cheque que da la consejería a un número limitado de jubilados para ingresar en residencias privadas. Un anciano pudiente, por ejemplo, puede adelantar el dinero para pagar la mejor residencia privada hasta que obtiene la ayuda, de serle concedida. En cambio, un jubilado sin recursos está a expensas de recibir el apoyo institucional antes de elegir residencia. Y si lo logra, una próxima crisis económica (con el posible recorte en partidas sociales) le puede dejar en la calle, según los augurios de la oposición. El salario de las amas de casa tampoco garantiza unos mínimos de servicio. La beneficiada (no es un derecho universal ni consolidado a lo largo de los años) recibe entre 15.000 y 25.000 pesetas por atender a un anciano pero sin saber cuáles son los mínimos exigibles de atención a los ancianos. En este panorama liberalizador típico de una política conservadora quizá sorprende la actitud de una dirección general, la de Drogodependencias, que, pese a las reticencias dentro de ciertos sectores del propio Partido Popular, ha apostado decididamente por el tratamiento con metadona para los toxicómanos. Así, con un presupuesto que pasó de los 785 millones en 1996 a los 1.708 de este año para todo el departamento, el director general, Bartolomé Pérez, ha aumentado las unidades de tratamiento de dos ciudades (Alicante y Valencia) a 27 y ha pasado de atender 1.500 enfermos en 1995 a 3.500 en 1998. Bajo la ley aprobada en 1997 sobre Drogodependencias y Transtornos Adictivos, también se han creado 29 Unidades de Conductas Adictivas y cinco de Desintoxicación Hospitalaria. Y se prometen 11.000 millones para la próxima legislatura.

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