Tribuna:

Minisuperciudades

Túnez, Bogotá, Madrid (Nuevo México), La Habana, Cádiz. Ésos son algunos de los sitios de los que habla José Manuel Caballero Bonald en su último trabajo, Copias del natural, una de esas obras que lo empujan a uno en dos direcciones: o hacia otro libro o hacia un avión. Para conseguir la prosa de Caballero Bonald es necesario tener la mirada de un explorador y la mano de un poeta, porque de esa suma es de donde sale su capacidad para resumir las partes más grandes de esas ciudades y hacer visibles las más pequeñas; para poner en los ojos, la nariz y los oídos del lector los paisajes, lo...

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Túnez, Bogotá, Madrid (Nuevo México), La Habana, Cádiz. Ésos son algunos de los sitios de los que habla José Manuel Caballero Bonald en su último trabajo, Copias del natural, una de esas obras que lo empujan a uno en dos direcciones: o hacia otro libro o hacia un avión. Para conseguir la prosa de Caballero Bonald es necesario tener la mirada de un explorador y la mano de un poeta, porque de esa suma es de donde sale su capacidad para resumir las partes más grandes de esas ciudades y hacer visibles las más pequeñas; para poner en los ojos, la nariz y los oídos del lector los paisajes, los monumentos, los sabores, los tonos o las leyendas que son ese lugar, que lo hacen diferente y, por lo tanto, necesario, deseable.Leyendo Copias del natural -qué hermoso título, seguramente inspirado en los Life studies del poeta norteamericano Robert Lowell- uno se acuerda de que el propósito del viaje es el de aprender, descubrir, sorprenderse, y de que, en consecuencia, la obligación de una ciudad consiste en resistir el acoso del futuro, en conservar su historia, en no dejarse sepultar bajo el alud del paso del tiempo. Pero cuando uno cierra el libro de José Manuel Caballero Bonald y abre el periódico, todo cambia. Lees cuáles son los grandes proyectos del siglo que viene, te asombras con la gigantesca presa de las Tres Gargantas, que evitará las inundaciones criminales del río Yantzé en China; con los seis mil kilómetros de tuberías libias que llevan agua por el desierto del Sáhara; con el túnel submarino que unirá por vía férrea Asia y Estados Unidos de forma que, como dicen sus promotores, uno pueda subirse a un tren en Guatemala y bajarse de él en Pekín o Nueva Delhi. Ésa es la parte buena, la que hace que la gente no se ahogue o tenga agua con que alimentar sus cultivos. La naturaleza es maravillosa, pero a veces injusta, de manera que posiblemente sea lógico corregirla en algún caso. Pero luego está el otro cincuenta por ciento, está la destrucción sistemática de ciudades como Madrid, esa carrera frenética con que los especuladores privados o municipales las arrastran hacia la uniformidad, hacia esa sucesión de oficinas y sucursales bancarias y hamburgueserías y burgocentros, que van logrando poco a poco que el mundo sea justo lo contrario de lo que parece en el libro de Caballero Bonald: un planeta por el que no merece la pena moverse, donde todo es igual a todo, donde a lo máximo que se puede aspirar es a ver la misma cosa en un sitio diferente. ¿A qué se parecerá Madrid dentro de 100 años? Puede que se parezca a Atlanta. Cuando uno está en Atlanta tiene la impresión de no estar ni allí ni en ninguna otra parte: todo es impersonal, funcional, oficial; en el centro, donde hace mucho que las casas privadas fueron sustituidas por rascacielos de despachos, no hay casi nadie, lo habitan tres docenas de tipos colgados de crack; las otras personas viven en urbanizaciones de la periferia, van en coche de todas partes a todas partes y meten a sus hijos en colegios llenos de guardaespaldas y vigilantes armados. Tal vez sea una visión apocalíptica y jamás nos convirtamos en algo así, pero lo cierto es que uno se vuelve pesimista cuando oye hablar de la futura ciudad aeroportuaria de Barajas, de la ampliación de la Castellana con 15.000 nuevas viviendas, del parque empresarial de Las Rozas o de los túneles que van a cruzar Madrid de norte a sur para ocultar el problema del tráfico, ya que no están dispuestos a solucionarlo. Eso es lo que hacen estos desalmados en nombre del futuro: robarle la personalidad a las ciudades, poner en marcha sus piquetas en nombre del progreso y convertir el pasado en ruinas. Al mencionar Las Rozas dan ganas de echarse a llorar. Era un pueblo modesto, pero hermoso, lleno de casitas bajas con jardines o patios interiores, con balcones y muros encalados. Una pandilla, no sé si de inconscientes o de sinvergüenzas, lo ha convertido en un suburbio, una sucesión absurda de pisos baratos y construcciones espantosas. Cuando yo era un niño, alguna gente iba a veranear a Las Rozas; ahora van miles de personas todo el año, pero sólo a dormir. Qué poco tendría que contar alguien como Caballero Bonald de un sitio como ése, tan vulgar, tan diluido. Qué pequeñas terminarán siendo las superciudades que proyectan para el próximo siglo: lo único que van a tener es metros cuadrados.

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