Tribuna:

Reflexiones de un alma cándida

Si se toma en serio, como se debe, la autorizada opinión que el señor Vargas Llosa ofrecía hace pocos días en este periódico, se debe entender que quienes sin ser pacifistas a ultranza, ni enemigos de la OTAN, ni antinorteamericanos, piensan que la guerra de Kosovo es un puro disparate, son almas cándidas. Entre ellas me cuento. Tal vez esta condición de alma cándida, que seguramente es también la de muchos otros europeos y norteamericanos, sea en su intención equivalente a la de los pobres de espíritu de las bienaventuranzas, pero eso es cosa que no importa mucho ni podría yo aclarar. En todo...

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Si se toma en serio, como se debe, la autorizada opinión que el señor Vargas Llosa ofrecía hace pocos días en este periódico, se debe entender que quienes sin ser pacifistas a ultranza, ni enemigos de la OTAN, ni antinorteamericanos, piensan que la guerra de Kosovo es un puro disparate, son almas cándidas. Entre ellas me cuento. Tal vez esta condición de alma cándida, que seguramente es también la de muchos otros europeos y norteamericanos, sea en su intención equivalente a la de los pobres de espíritu de las bienaventuranzas, pero eso es cosa que no importa mucho ni podría yo aclarar. En todo caso, no parece que a quienes la padecemos o la gozamos se nos pueda negar, en razón de ella, la capacidad de pensar o la libertad de decir lo que pensamos sobre aquello que nos atañe, y a los españoles nos atañe directamente lo que sucede en Serbia, puesto que la estamos bombardeando. Como también autorizadamente se ha dicho, la OTAN somos nosotros. Nuestras razones deben ser juzgadas por lo que valen, no por la condición de quienes las parimos. Las mías se resumen en la idea de que quebrar el derecho en nombre de la justicia es dar un paso atrás en la civilización, una regresión que nos devuelve a la barbarie y en último término al imperio de la fuerza. No se trata desde luego de puro legalismo y algún apoyo tiene esa idea en el pensamiento occidental, desde Platón para acá, pero para evitar que se la interprete mal, vamos a dejar de lado ahora el derecho. Como éste exigía una decisión del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que la oposición de Rusia y China hacía imposible, hubo que salirse de él; según parece, necesitaremos el acuerdo o la colaboración de Rusia para salir del berenjenal en el que nos hemos metido, lo que alienta la sospecha de que salirse del derecho era también salirse de la realidad, pero tampoco voy a ahondar en esa idea. Según la opinión de la que disiento, hubo que olvidar el derecho para atender un imperioso deber de conciencia y con ello basta.

La definición del tal deber se hace por dos vías distintas: la de que para prevenir males mayores hay que evitar que se repita el error de Múnich y parar los pies cuanto antes a un dictador que amenaza la paz del mundo y, sobre todo, la de que no podía la civilizada Europa tolerar por más tiempo el trato brutal que la Serbia de Milosevic estaba dando a los albaneses de Kosovo. Dos razones serias aunque de muy distinto peso, sobre las que hay que reflexionar. Antes de entrar a analizarlas y para hacer posible la reflexión, conviene sin embargo hacer algunas precisiones sobre las circunstancias en las que la "campaña militar" (Solana dixit) se produce y el enemigo contra el que tal campaña se dirige.

El sojuzgamiento de los albaneses de Kosovo se inicia, si no antes, a partir del momento en el que se priva a la provincia de su autonomía, pero la brutalidad despiadada de la que son víctimas se generaliza sólo desde la fecha (hacia 1996) en la que el ala radical del movimiento que dirigía o dirige Rugova decide pasar a la lucha armada y comienza la guerra civil. Como quienes la iniciaron se apoyaban en la simpatía de los albanokosovares, debieron prever que sus enemigos tomarían represalias contra éstos, fueran guerrilleros o no, y alguna responsabilidad tienen también por tanto en lo que después ha sucedido, pero tampoco voy a seguir ahora este razonamiento, ni plantear cuestiones sobre el acierto de la decisión de lanzarse a la lucha o sus orígenes. En una reciente entrevista concedida a este periódico, el ministro ruso de Asuntos Exteriores afirma que la guerrilla recibió armas de los países occidentales, pero quizás no sea ésa una información fiable. Por venir de fuentes que no son sospechosas de albergar la menor simpatía hacia el régimen de Milosevic, más indiscutibles parecen la de que la guerrilla kosovar se entrenaba en Albania, que encuentro en una página del International Crisis Group (http://www.crisisweb.org), o la de que del asalto a los cuarteles de este país provienen, al menos inicialmente, las armas que la guerrilla emplea, que leí hace algún tiempo en un excelente artículo de Timothy Garton Ash ("Cry, the Dismembered Country", en The New York Review of Books, 14 de enero de 1999). Todo esto es ahora secundario. Lo que importa sobre todo recordar es que, según decía en ese mismo artículo, cuyo autor me merece todo crédito, a fines de 1998 el Ejército de Liberación de Kosovo ocupaba la totalidad del territorio, salvo las ciudades y las vías de comunicación, que controlaban los serbios. La campaña, o intervención armada, o como se la quiera llamar se ha producido pues en apoyo de uno de los bandos de una guerra civil, y más precisamente de una guerra civil en la que no se enfrentan dos ideologías, sino dos nacionalismos. Uno, el de los serbios, que pretende mantener a Kosovo dentro de Serbia y otro, el de los albaneses, cuyo único objetivo es la independencia porque, según testimonios recogidos por el mismo Garton Ash, lo que los separa de los serbios no es, como en el caso de los bosnios, sólo la religión, sino también la raza.

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Establecidas las circunstancias de la intervención, poco esfuerzo requiere precisar cuál es el enemigo real con el que nos enfrentamos. Milosevic es seguramente un dictador abominable; tan abominable quizás como lo fue Hitler en su día, pero ni la Segunda Guerra Mundial se hizo contra Hitler, sino contra el torvo nacionalismo alemán que él alentaba y encarnaba, ni la guerra contra Serbia se hace contra Milosevic, sino contra el nacionalismo serbio. Su objetivo real no es sólo el de lograr la caída de Milosevic y la instauración de la democracia, sino también que esta democracia no esté dominada por un nacionalismo virulento. Cosa no fácil de lograr mediante la guerra, que siempre ha sido más útil para fomentar el nacionalismo que para atenuarlo y casi imposible cuando esa guerra se hace en ayuda de otro nacionalismo apenas menos radical, aunque quizás menos agresivo. Y ahora ya vamos con las dos formulaciones del deber que nos ha impuesto la intervención al margen del derecho.

La primera de ellas tiene poca consistencia. El argumento basado en la necesidad de no cometer frente a Milosevic el mismo error en el que Chamberlain y Daladier incurrieron frente a Hitler, adolece de la debilidad propia de todos los argumentos analógicos. Sea cual sea el parecido entre la personalidad de Milosevic y la de Hitler, o entre el nacionalismo de aquél y el nacionalsocialismo, es claro que ni Serbia es Alemania ni se ha anexionado hasta ahora ningún Estado soberano. Para perfilar más el argumento, el error al que ahora habría que referirse, para no repetirlo, no debería ser el del episodio de Múnich, sino el de la no intervención de las potencias occidentales en nuestra propia guerra civil, algo que no sé si hoy todavía ven como un error los respectivos Gobiernos, incluido el nuestro.

El argumento fuerte es el segundo, el de la necesidad moral de poner coto a la barbarie. Transferir al comportamiento de los Estados las obligaciones que las normas morales imponen a la conciencia de los individuos no es cosa fácil. Hasta donde sé, aquellos autores que defienden la necesidad de incluir como objetivo de la política exterior propia la de asegurar el respeto a los derechos humanos por parte de los demás Estados, que no son muchos, no sostienen que este deber les obligue a emplear las armas para forzarlos a que lo hagan. Ni siquiera que los autorice a ello cuando actúan a título individual o colectivo, pero no por mandato del Consejo de Seguridad. Demos por bueno, sin embargo, que ese deber moral afecta del mismo modo a los Estados que a los individuos, y que para servirlo pueden acudir a la violencia cuando, en una situación de fuerza mayor, sólo mediante ella se puede impedir un daño grave, propio o ajeno. Pero si para justificar el uso de la fuerza se equipara la (inexistente) conciencia estatal a la individual, hay que llevar el razonamiento hasta el final con todas sus consecuencias y aceptar que ese uso sólo se justifica cuando los medios utilizados son racionalmente necesarios para conseguir el fin que se busca, y el mal causado con su empleo no es mayor que el que se trataba de evitar. Los términos son los que nuestro Código Penal usa para definir la exención de responsabilidad, pero creo que cabe apelar a ellos sin incurrir en legalismo: son también los que servían a Suárez para establecer las condiciones de la guerra justa. El lector puede juzgar, a partir de la información que desde hace semanas nos da la prensa, si se cumple o no la segunda de esas condiciones. Si no es así, y algunos motivos hay para pensarlo, es obvio que tampoco la primera se cumplirá, pues en este caso ambas se implican. Es muy posible que la continuación de la presión política y económica sobre el Gobierno serbio no hubiese puesto coto a asesinatos y deportaciones, pero tampoco hay razones para pensar que los hubiese intensificado hasta las dimensiones estremecedoras que con la guerra han alcanzado. Las cuidadosas precauciones, no siempre coronadas por el éxito, que al parecer se adoptan para que las bombas lanzadas no maten a mucha gente, resultan de una hipocresía grotesca cuando se las compara con la despreocupada decisión que llevó a lanzarlas sin calcular la reacción previsible de quienes, no pudiéndose defender contra las bombas, se sentirían tentados de ensañarse contra los supuestos beneficiarios de su lanzamiento. Mejor hubiera sido, en definitiva, seguir lamentando nuestra impotencia para frenar la barbarie que sacrificar a la necesidad de frenar al bárbaro las vidas de cientos de miles de nuevas víctimas.

Cometido el error, hay que ponerle término cuanto antes, para lo que hay que resolver problemas cuya simple enumeración exigiría al menos otro artículo. Para concluir éste me limitaré a subrayar que entre las muchas consideraciones a tener en cuenta para poner fin al disparate en el que vivimos, la única que no debería incluirse es la que, sin embargo, con más insistencia se repite. La OTAN saldrá como salga de esta aventura, pero las altas razones morales invocadas para acometerla quedarían definitivamente aniquiladas si resulta que, al final, lo único que importa es defendella y no enmendalla.

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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