Tribuna:

Ruido

El Ayuntamiento de Madrid dispone de una red de control de contaminación acústica que, al parecer, es cosa fina. El concejal socialista Rafael Merino ha comentado al efecto que mientras a la Corporación le ha costado 1.300 millones de pesetas medir la contaminación del ruido urbano durante los últimos tres años no se ha gastado ni un duro en combatirlo. Lo cual es surrealista, si bien se mira, aunque no se negará que la cosa tiene ángel. Se desprende de las mediciones, según el mismo grupo político, que Madrid es la ciudad más ruidosa de Europa y en cuestión de ruidos está tres veces por enci...

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El Ayuntamiento de Madrid dispone de una red de control de contaminación acústica que, al parecer, es cosa fina. El concejal socialista Rafael Merino ha comentado al efecto que mientras a la Corporación le ha costado 1.300 millones de pesetas medir la contaminación del ruido urbano durante los últimos tres años no se ha gastado ni un duro en combatirlo. Lo cual es surrealista, si bien se mira, aunque no se negará que la cosa tiene ángel. Se desprende de las mediciones, según el mismo grupo político, que Madrid es la ciudad más ruidosa de Europa y en cuestión de ruidos está tres veces por encima de cualquier otra capital española. Una especie que niega el concejal de Medio Ambiente, Adriano García-Loygorri, aduciendo que Madrid es la única ciudad de España que cuenta con esa red de control acústico y, por tanto, es imposible establecer porcentajes comparativos sobre la materia. Y seguramente tiene también razón.

De todos modos, combatir el ruido urbano no parece empresa fácil. La mayor parte de los ruidos viene de los automóviles y el Ayuntamiento poco puede hacer para paliar los rugidos de los motores, los acelerones que les pegan los automovilistas crispados. Hablan de que poniendo catalizadores se suavizarían los bramidos, pero estos remedios deberían partir de los propios fabricantes.

La industria del motor trae inquietantes consecuencias para los ciudadanos porque el simple funcionamiento de sus productos perpetra un roto, no se sabe si irreparable, al medio ambiente. De un lado, el ruido; de otro, los gases que sueltan los vehículos por los tubos de escape, creando una atmósfera maloliente y a veces irrespirable que mete en los pulmones restos de azufre, de ácidos, de monóxido de carbono, nocivos para la salud. Y la gente se siente mal. Luego dirán que tiene la culpa el tabaco, pero es mentira.

Los ruidos no se circunscriben al tráfico. En muchos vecindarios y establecimientos públicos aumentan. España es el país del ruido por antonomasia. En la mayoría de los bares la gente habla a gritos, aunque sería difícil precisar si es por placer o para remontar el estruendo que arman de consuno el molinillo de café, el agua a presión de la cafetera exprés, la máquina tragaperras, el tocadiscos, la televisión, las vociferantes comandas a la cocina de los ajetreados camareros.

Si no hay gritos no hay vida, es el lema. En las casetas de la Feria de Sevilla, recientemente terminada, tocaban las sevillanas por megafonía, y acabábamos cazando moscas. Seguramente pretendían reproducir el ambiente de las discotecas donde atraviesan la barrera del sonido. Una vez me mandó el periódico a un concierto de música concreta, para escribir un artículo, y cuando salí llevaba la oreja convertida en una torrija. Durante días me estuvo atronando; soltaba silbos y resoplidos sin aparente causa que lo justificara y sin ninguna consideración. Un médico me comentó que eso eran acúfenos (sorprendente palabra), síntoma de alteraciones meningíticas o, con mayor probabilidad, de inminente sordera, y me dejó perplejo.

Por los vecindarios también se gastan ruido. Suelen ser las televisiones y con similar frecuencia los compactos. Allá donde tengo el cortijo, el cortijero de arriba gusta oír Heave Metal, o Family Animals, segun se tercie. Y en cuanto amanece enchufa el compacto, lo conecta a una potente megafonía y difunde el timbaleo y el traqueteo a toda la urbanización, seguramente para hacer amistades. Cuántas veces pasa por la calle un coche y lleva puesta la música a tal volumen que les llega a los viandantes como si llevaran el casete en el bolsillo.

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La Organización Mundial de la Salud cifra en 65 el número máximo de decibelios admisibles en un cuerpo humano normalmente constituido, y es muy probable que en esos bares, en esas discotecas, en esos conciertos, en esos coches, en esos vecindarios y en ese cortijo de los mimbrales se duplique.

A lo mejor la gente -los jóvenes especialmente- no habla a gritos ni pone las radios y los compactos al límite del estruendo porque le guste, sino porque se está quedando sorda. A lo mejor lo que algunos consideramos un escándalo de sevillanas para otros es tenue susurro, canción de cuna, música celestial.

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