GUERRA EN YUGOSLAVIA Los refugiados

Radusa, el campamento infecto

ENVIADO ESPECIALRadusa es un lugar infecto. Literalmente infecto. "La mayoría de los refugiados padecen diarreas e infecciones en la piel. No hay agua para lavarse. Las letrinas desbordan. Hemos pedido al Gobierno macedonio que cierre este campamento, porque tememos que se produzca una epidemia". Rudolph, el doctor de Médicos sin Fronteras, está indignado. Logró entrar en el campamento de Radusa, el único construido y gestionado por el Gobierno de Macedonia, hace cuatro días. Y halló una situación espantosa. Todas las organizaciones humanitarias, desde el Alto Comisionado de Naciones Unidas pa...

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ENVIADO ESPECIALRadusa es un lugar infecto. Literalmente infecto. "La mayoría de los refugiados padecen diarreas e infecciones en la piel. No hay agua para lavarse. Las letrinas desbordan. Hemos pedido al Gobierno macedonio que cierre este campamento, porque tememos que se produzca una epidemia". Rudolph, el doctor de Médicos sin Fronteras, está indignado. Logró entrar en el campamento de Radusa, el único construido y gestionado por el Gobierno de Macedonia, hace cuatro días. Y halló una situación espantosa. Todas las organizaciones humanitarias, desde el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) hasta la más pequeña de las ONG, solicitan que los 900 internos de Radusa sean trasladados a otros campamentos y que todo esto, las tiendas, la basura y los excrementos, desaparezca bajo el fuego y las excavadoras.

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Radusa es un pueblecito agrícola colgado entre montañas, a unos 35 kilómetros de Skopje en dirección noroeste. Un automóvil tarda más de una hora en recorrer esos 35 kilómetros de camino forestal. El campamento ha sido instalado a las afueras de la aldea, en una ladera empinada por la que desciende una constante marea de barro. "Es la peor localización posible: expuesto al viento y al frío durante la noche, siempre embarrado y sin forma de acceder a una conducción de agua corriente", explica el médico. En su pequeña tienda esperan varios pacientes, enfermos del estómago, y yacen dos niños. Uno es hemofílico; el otro padece una hernia y necesita una intervención quirúrgica. "Al menos estos dos niños deberían ser evacuados con urgencia a otro campamento, y también las tres mujeres embarazadas, pero no hay forma de conseguirlo. No hay interlocutores", añade.

Muy cerca -todo está muy cerca en este campamento diminuto y aglomerado- una mujer se inclina sobre un fuego macilento. Hidajete Bogiqi, de 35 años, es una refugiada con experiencia. Tropas serbias expulsaron a su familia del pueblo natal, Komoran, hace un año. Saltaron de villorrio en villorrio al compás de la represión hasta llegar a Pristina, donde vivieron unos meses gracias a los envíos de dinero de un hermano emigrante en Austria. Aún no eran refugiados, sino "desplazados internos". Al día siguiente del primer bombardeo de la OTAN, tropas de la infantería serbia entraron en su casa y no esperaron a que la familia estuviera en la calle para prender fuego. Fueron llevados a la estación y transportados hasta el puesto fronterizo de Blace, donde consumieron el menú completo del horror: cinco días y cinco noches en aquella hondonada, con otras 50.000 personas. Luego, la evacuación nocturna y Radusa.

Pese a conocer ya todas las penalidades, Hidajete considera que Radusa es "insoportable". "Mis hijos están enfermos del estómago y no podemos hacer nada, no hay nadie a quien quejarse, nos han olvidado aquí", dice, mientras arrima unas ramitas escuálidas a la hoguera. Está hirviendo agua en un cubo metálico ennegrecido por el fuego para lavar a los niños. "Si el agua no se hierve, se les infecta la piel", dice. La zanja que se utiliza como letrina desborda desde hace dos días y los excrementos se extienden alrededor. La pestilencia es casi insoportable.

La policía macedonia se limita a vigilar el perímetro del campamento y a introducir comida, pero no se hace responsable de lo que ocurre dentro. A falta de jefes, los refugiados han elegido uno. Se llama Arsim Zeka, tiene 29 años y trabajaba en una empresa de producción videográfica en Pristina. Ya ha conseguido salir -tiene familia en Kumanovo-, pero regresa cada día con cigarrillos y con ejemplares del diario albanés Fakti, que se leen con fruición. "Es urgente cerrar esto. Tememos una epidemia porque la gente no puede vivir sin lavarse y nosotros llevamos ya 10 días sin cambiarnos siquiera de ropa", indica. Llevan aún la ropa con la que fueron expulsados de Kosovo, la que vestían en la pocilga de Blace, la misma con la que duermen porque hace demasiado frío como para desnudarse. "Los niños tosen toda la noche", suspira. E insiste: "Hay que cerrar esto".

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