Tribuna:

Villoria

Alguien que fue en su día concejal de Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid me explicaba, de manera muy gráfica, hasta qué punto le podría resultar fácil llevárselo crudo sin dejar ninguna evidencia de corruptela. Se puso frente a la mesa de su despacho y señaló un montón de papeles apilados en el extremo derecho de la misma. "¿Ves estos documentos?", decía, "son expedientes de adjudicación de obras. ¿Ahora, ves esos otros?", y señalaba otra pila de carpetas bastante menos voluminosa, "a esos les damos carácter de urgencia. Pues bien, hay quien me pagaría muchos, muchísimos millones, y de la fo...

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Alguien que fue en su día concejal de Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid me explicaba, de manera muy gráfica, hasta qué punto le podría resultar fácil llevárselo crudo sin dejar ninguna evidencia de corruptela. Se puso frente a la mesa de su despacho y señaló un montón de papeles apilados en el extremo derecho de la misma. "¿Ves estos documentos?", decía, "son expedientes de adjudicación de obras. ¿Ahora, ves esos otros?", y señalaba otra pila de carpetas bastante menos voluminosa, "a esos les damos carácter de urgencia. Pues bien, hay quien me pagaría muchos, muchísimos millones, y de la forma que yo quisiera, por levantar uno de los expedientes del montón grande y pasarlo al pequeño, tan sólo por eso". Aquel concejal escenificaba el supuesto aireando los papeles con un movimiento pretendidamente grácil de su mano diestra que acentuaba lo sencilla y natural que le resultaría la operación. Después se extendería en otras perversas posibilidades que le proporcionaba el cargo sin riesgo alguno de ser cazado. Con su exhibición de poderío, aquel concejal no pretendía de ninguna forma revelarme el modo en que estaba forrándose, sino cómo podría hacerlo sin que nadie tuviera la menor oportunidad de pillarle. Y lo hizo porque, en aquella época, pesaban sobre él algunas acusaciones de supuestas corruptelas de carácter menor.Así, trataba de demostrar que no tenía lógica alguna que él comprometiera su reputación con pequeños asuntos como los que en aquel momento le imputaban cuando podía, si quisiera, obtener grandes sumas de dinero sin correr riesgo alguno. Su razonamiento me dejó poco tranquilo y sumido en un cierto fatalismo sobre la capacidad real de los mecanismos de control de la gestión municipal, pero entendí el mensaje.

Aquello sirve ahora para que contemple con más perspectiva las últimas imputaciones que recaen sobre el concejal de obras del Ayuntamiento de Madrid, Enrique Villoria. Este político madrileño con cara de póquer constituye, a sus 62 años, una reliquia viva en la historia del Ayuntamiento de Madrid. Hace casi tres décadas que llegó a la Casa de la Villa siendo alcalde Arias Navarro. Vino en representación del llamado tercio familiar, esa forma de democracia con sordina que inventó el tardofranquismo para la cosa municipal. Desde entonces y hasta ahora, Villoria ha realizado uno de los ejercicios de supervivencia más notables que recuerda la política local, ejercicio fundamentado en su enorme astucia, eficacia y un exquisito trato personal al que no es ajena la oposición. Nadie mantiene tan buena relación con sus rivales políticos como Enrique Villoria hasta el punto de que ciertos vínculos con los concejales de otras formaciones han transmitido la percepción de que existía un acuerdo trasversal que les permitía ejercer el poder gobernaran o no. Una entente así explicaría la tibieza con la que algún portavoz de la oposición se expresaba a la hora de comentar los supuestos comportamientos irregulares atribuidos al concejal de obras. Sea como fuere, lo cierto es que hay pocos despachos en esta capital por los que circule el dinero público con tanta abundancia y fluidez como por el de este hacedor de calzadas, puentes, subterráneos, aparcamientos y toda suerte de elementos urbanos. Obras multimillonarias en las que un adelanto de pagos o la ampliación de presupuestos pueden suponer para sus ejecutores mejoras determinantes en sus cuentas de resultados. Sorprende cuanto menos que alguien que tiene tan a mano la posibilidad de enriquecerse sin dejar rastro documental pueda dejarse atrapar por el descuento en una parcela de sus hijos o la venta en su empresa de unos kilos de caramelos. "A Al Capone le cazaron por evadir impuestos", comentaba irónico en los despachos de Génova un compañero de partido, comparación odiosa que revela el tipo de amigos que tiene Villoria en su propia casa. Y es que sus estrechas relaciones con las grandes constructoras y promotores inmobiliarios siempre despertaron allí tantas sospechas como envidias, porque saben que algunos pagarían fortunas por un movimiento grácil de sus manos para cambiar de lugar un expediente de obras. Y también porque de llevarse dinero entre las uñas, probablemente sólo lo advertiría su conciencia.

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