Tribuna:

La recuperación de la confianza

La fiesta que hoy celebramos, la Pascua Militar, tiene más de doscientos años. Es, pues, una larga tradición cargada todavía de significado. Quizás puede decirse que en estos tiempos recobra sentido. La instituyó Carlos III el 6 de enero de 1782 con motivo de la recuperación de Menorca, que estaba, lo mismo que Gibraltar, en manos de Inglaterra desde el Tratado de Utrecht. La Pascua Militar sigue celebrando, aunque muchos no lo saben, la recuperación de un trozo de España y también de la confianza en nosotros mismos. Fue uno de esos breves momentos luminosos de los tres últimos siglos, en los ...

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La fiesta que hoy celebramos, la Pascua Militar, tiene más de doscientos años. Es, pues, una larga tradición cargada todavía de significado. Quizás puede decirse que en estos tiempos recobra sentido. La instituyó Carlos III el 6 de enero de 1782 con motivo de la recuperación de Menorca, que estaba, lo mismo que Gibraltar, en manos de Inglaterra desde el Tratado de Utrecht. La Pascua Militar sigue celebrando, aunque muchos no lo saben, la recuperación de un trozo de España y también de la confianza en nosotros mismos. Fue uno de esos breves momentos luminosos de los tres últimos siglos, en los que España, decadente, sombría, a merced de los demás, aislada y "muerta civilmente", según el terrible epitafio escrito por Leibnitz a finales del XVII, recuperaba fugazmente, además de una isla, la confianza en sí misma. Hace casi dos mil años lo dejó escrito el estoico Lucio A. Séneca: "Sólo hay un bien causa y fundamento de la vida feliz: creer en uno mismo". Esto vale tanto para los individuos como para los pueblos. Difícilmente llegará lejos una nación que no crea en sí misma y que viva atenazada por el pesimismo y el estéril criticismo.

Me parece que nuestro gran defecto nacional no ha sido tanto la envidia (que también) como la falta de confianza en nosotros mismos; probablemente originada por el aislamiento subsiguiente a la pérdida del Imperio que, con el tiempo, se convierte en nuestra mayor desventaja. Este aislamiento, esta falta de contraste con sociedades vecinas y similares, trajo por un lado una progresiva pérdida de la autoestima (creíamos que nosotros éramos los únicos que teníamos defectos) y por otro lado aquel seudo dogma de que "España es diferente" que permitía encubrir cualquier desmán o sinrazón. Con frecuencia hemos escenificado este desprecio de lo que somos y de lo que tenemos en teatrillos de humor negro, sarcasmos y chirigotas o, peor aún, lo hemos envuelto en el ruido despreocupado de las charangas y las panderetas. Todavía, si nos fijamos, observamos que la coloquial y corriente expresión de "este país" lleva casi siempre aparejada una carga negativa. Así, la principal rémora con que nos encontramos cuando nos asomamos al tercer milenio es la falta de confianza en España (en los españoles) por parte de algunas minorías periféricas y de otras minorías intelectuales. A unos y a otros, por razones bien distintas pero en todo caso por desengaños del pasado les falta confianza en un proyecto colectivo, en el "proyecto sugestivo de vida en común", de que hablaba Ortega y que ahora no puede ser muy distinto de "construir" Europa; y digo construir porque el proyecto inmediato anterior que era "estar" en Europa ya ha sido conseguido (y con creces).

Con todo, lo básico, lo que caracteriza a nuestros días frente a la larga etapa anterior es que estamos poniendo nuestro punto de mira, nuestro centro de atención en el futuro y no en el pasado y es en este sentido en el que podemos ir recuperando también el valor de la Patria en el sentido de Nietzsche, no tanto como la tierra de los padres sino como la tierra de los hijos, lo que es tanto como empeñarse en construir el futuro entre todos.

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Lo cierto es que España es la nación más antigua de Europa y el primer Estado moderno. Es uno de los escasísimos países -puede que sólo España y Gran Bretaña- que ha tenido históricamente una visión global o universal. Pero también es la nación europea que más ha cambiado en la segunda mitad del siglo XX. Un cambio que empezó siendo económico y social y que terminó siendo, con la transición democrática, un cambio político. En efecto, de pocos países se puede decir, desde luego en Europa de ninguno, lo que es predicable de la España de hoy: que en poco más de treinta años ha pasado de ser un país agrícola, rural, pobre, inculto, de poca salud, dogmático y dictatorial a ser un país urbano, industrial, rico, culto (plena alfabetización), tolerante, liberal y democrático. Y este cambio espectacular nos ha proporcionado la cualidad, al decir de los expertos, más importante para afrontar el futuro: la capacidad de adaptación a un sinnúmero de innovaciones que caracterizan el mundo de nuestros días. Esta capacidad de adaptación está dando ya sus frutos; por ejemplo, la incorporación entusiasta, en primera línea, con el Euro en el bolsillo, a la construcción europea, algo poco creíble hace apenas un par de años; la conversión de una economía estimulada por inversiones externas (que reflejaban más confianza de los extranjeros que la que nosotros teníamos en nosotros mismos) a una economía cada vez más activa, decidida y exportadora (por primera vez se ha traspasado el simbólico umbral y las exportaciones de capital superan las importaciones), o, algo que viene muy a cuento en la Pascua Militar, el cambio que están experimentando las Fuerzas Armadas, camino de su total profesionalización y modernización.

A este respecto, quizá por culpa de la crisis iraquí, no se prestó la atención debida a la reunión de diciembre en Bruselas en la que la "nueva" OTAN -que poco tiene que ver con la de la guerra fría, como se comprobará la próxima primavera en la cumbre de Washington- cerró el edificio de su estructura militar, con un laborioso reparto de estrellas.

A partir de ahora generales y almirantes españoles ocuparán puestos de mando y de decisión en los principales cuarteles generales. Salta a la vista la importancia histórica y la significación de este hecho. Es un dato más de que estamos, paso a paso, haciéndonos cargo de nuestro propio destino, tomando parte activa en la construcción del futuro. La Alianza ha medido en estrellas el valor de España como potencia media-alta. Esto debería bastar para que saltara hecho añicos el anticuado y mugriento cliché que subsiste de los militares españoles. En realidad, éstos, tras haberse visto obligados a ser prácticamente un ejército de ocupación nacional en un país aislado, herido y encerrado en sí mismo, cada vez están más volcados al exterior, en operaciones de imposición o mantenimiento de la paz y en misiones humanitarias. Bosnia y Centroamérica son dos buenos ejemplos.

La recuperación del papel de España y de la confianza de los españoles en nosotros mismos conecta con el espíritu original que aconsejó a CarlosIII hace 217 años la institución de la Pascua Militar, "queriendo dar al Ejército de España y de sus Indias una muestra de su real aprecio". Esta recuperación de la confianza no parece que vaya a ser pasajera. Teniendo tantas cosas valiosas que defender, como las libertades reconquistadas, el bienestar, el progreso efectivo, la vocación europea y la convivencia democrática, no hay duda de que necesitamos una buena Defensa. Ella será el termómetro de la estima que nos merece lo que somos y lo que tenemos. Citando otra vez a Ortega, "lo importante es que el pueblo advierta que el grado de perfección de su ejército mide con pasmosa exactitud los quilates de la moralidad y vitalidad nacionales".

Eduardo Serra Rexach es ministro de Defensa.

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