Editorial:

Justicia para Camboya

LA DEFECCIÓN pactada de dos jefes históricos de los jemeres rojos preludia el final de la brutal insurgencia comunista que hizo de Camboya un campo de exterminio y cuya descomposición había comenzado mucho antes de la muerte en abril de Pol Pot. Khieu Sampham, de 67 años, que fuera el rostro amable del régimen genocida, y Nuon Chea, de 71, el hermano número 2 en la jerarquía de Angka, la organización, dijeron ayer que lamentan el sufrimiento causado y que pretenden vivir en Camboya como "ciudadanos corrientes". El primer ministro, Hun Sen, cree que es el momento de cerrar heridas...

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LA DEFECCIÓN pactada de dos jefes históricos de los jemeres rojos preludia el final de la brutal insurgencia comunista que hizo de Camboya un campo de exterminio y cuya descomposición había comenzado mucho antes de la muerte en abril de Pol Pot. Khieu Sampham, de 67 años, que fuera el rostro amable del régimen genocida, y Nuon Chea, de 71, el hermano número 2 en la jerarquía de Angka, la organización, dijeron ayer que lamentan el sufrimiento causado y que pretenden vivir en Camboya como "ciudadanos corrientes". El primer ministro, Hun Sen, cree que es el momento de cerrar heridas, no de llevar a la pareja ante un tribunal internacional.Pol Pot y su camarilla causaron la muerte de al menos un millón de camboyanos entre 1975 y 1979. El suyo fue uno de los experimentos más aterradores del siglo que acaba: vaciamiento de las ciudades, trabajos forzosos, eliminación de cualquier persona pensante. En Phnom Penh, la capital del país asiático, se conserva como museo Tuol Sleng, un instituto transformado por los jemeres en incesante campo de aniquilación, el Auschwitz camboyano. El asesinato, la tortura y el hambre fueron las herramientas de una utopía agraria que destruyó los libros, las máquinas, los hospitales, las personas. No hay camboyano adulto que no perdiera a alguien cercano bajo el régimen de Pol Pot.

La exhausta y miserable Camboya no ha conocido la paz en décadas. Su actual primer ministro, él mismo un antiguo jemer rojo, sólo ha consolidado su poder hace un par de meses, tras unas dudosas elecciones y años de lucha contra sus oponentes. Curiosamente, el Hun Sen ahora dispuesto a la amnistía pedía ayuda a la ONU el año pasado para iniciar un proceso a los jefes jemeres por crímenes contra la humanidad.

No hay argumento que justifique la afrenta de que los perpetradores de algunos de los crímenes más abyectos de nuestra época vivan entre sus víctimas el resto de sus días. Por supuesto, no los intereses políticos de Hun Sen. Pero tampoco hipotéticas amenazas a la paz en Camboya; los jemeres, todavía varios miles en la frontera tailandesa, son un movimiento en descomposición. Juzgar a sus responsables históricos es un paso crucial en la batalla contra la impunidad. Olvidarse de sus crímenes sería una burla a los esperanzadores intentos por hacer justicia sin fronteras con tiranos y genocidas.

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