Tribuna:

Al aire libre

La idea era buena, como lo son, en principio, casi todas; nació en 1971. Se recuerda en una placa a quienes ganaron aquel concurso municipal: Ángel Fernández Ordóñez, Julio Martínez y Eusebio Sempere, que diseñó la barandilla. En el nomenclátor artístico de Madrid figura como Museo de Escultura Abstracta, para deleite gratuito de quienes por allí pasaran. Aunque la situación sea privilegiada, resulta lugar de poco tráfico, en el Paseo de la Castellana, cruzado por el viaducto que salva las orillas de esta arteria urbana, entre las calles de Juan Bravo y Eduardo Dato. El paso aéreo, cosa que ig...

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La idea era buena, como lo son, en principio, casi todas; nació en 1971. Se recuerda en una placa a quienes ganaron aquel concurso municipal: Ángel Fernández Ordóñez, Julio Martínez y Eusebio Sempere, que diseñó la barandilla. En el nomenclátor artístico de Madrid figura como Museo de Escultura Abstracta, para deleite gratuito de quienes por allí pasaran. Aunque la situación sea privilegiada, resulta lugar de poco tráfico, en el Paseo de la Castellana, cruzado por el viaducto que salva las orillas de esta arteria urbana, entre las calles de Juan Bravo y Eduardo Dato. El paso aéreo, cosa que ignorábamos la mayor parte de los madrileños, está dedicado a Enrique de la Mata Gorostizaga, presidente de la Cruz Roja. Su sede -un hermoso palacete enajenado más tarde en condiciones extrañas- hacía esquina con la plaza de Rubén Darío. Debajo de ese puente, en la mano derecha del paseo, estuvo la primera instalación de Radio Nacional de España, un modesto chalé, para orientación de curiosos, en la callecita de Martínez de la Rosa, conocida como la "calle de la ese", un trazado zigzagueante que subía hasta la calle de Serrano, desaparecidos luego los números impares. Lugar amplio, generoso, monumental, desmedido el continente para el contenido. Una doble escalera salva el acusado desnivel e indica que no es fácil, con mal tiempo, incluso con tiempo apacible, que por allí bajen niñeras o mamás con sus hijos ni que haya niños jugando sobre el cemento. Las casas fueron residencias señoriales; hoy, en su mayoría, oficinas de empresas extranjeras, quizás alguna nacional, digo yo.Ahí tenemos el museo mejor aireado del país. La pieza más relevante y publicitada es la famosa Sirena varada de Eduardo Chillida, que pende de unos tirantes de acero, que demoraron ocho años la inauguración. Las personas ignorantes imaginan que se acerca paulatinamente al suelo, tras formar parte de la estructura de la obra, olvidada por los albañiles, y que va a ser prontamente retirada. Nada de eso. Es una valiosa obra abstracta, como el mismo nombre del lugar indica. La acompañan 13 muestras, aparentemente desperdigadas, del cincel de otros reputados artistas, tres madrileños: Palazuela, Rueda y Leoz. Las creaciones fueron donadas por los autores o sus deudos, lo que es de agradecer.

Por aquel lugar transito casi cada día, en paseos prescritos por el médico, ante la imposibilidad de cualesquiera otras proezas gimnásticas. Compruebo, con pesar, que cada vez se percibe mayor desinterés por parte de la gente. Apenas he visto japoneses haciendo fotos, lo que no significa que, en algún momento, los haya habido abundantes. Un lugar tan hermoso ni siquiera parece punto de cita entre amigos o enamorados. Dudo de que se concierten encuentros: "A las doce y cuarto, en el Museo de Escultura Abstracta". Existe un claro divorcio entre el loable propósito inicial y los resultados. Desechando el recurso de obligar la visita bajo multa o arresto sustitutorio, estaría fuera de lugar que se le dotara de otros atractivos, como rifar un automóvil o un viaje a las Canarias.

Esto es falta de formación estética y anemia de sustrato cultural, sin duda. O confirmación de la teoría que describe lo gratuito como dudosamente atractivo. Aunque escasas, hay personas interesadas. Contemplé a un matrimonio anciano dando vueltas en torno a la hermosa creación en hierro de Julio González (1876-1942), que ofrece dos denominaciones. Una placa dice: "Homenaje a la hoz y al martillo" y en otra (hay muchas), más cautelosa, reza, francés: "La petite faucille" (la pequeña hoz, no encuentro diminutivo castellano). El otro domingo, invernal ya, ventoso desapacible, un ciudadano, cubierto con abrigo oscuro, casi talar, tocado con sombrero de ala ancha del mismo tono y una larga bufanda a cuadros escoceses, remiraba con reposada serenidad la callejera muestra. En mi recorrido de regreso, aún estaba allí, absorto ante un artilugio pintado de negro, inmune al biruji inclemente que enfilaba la avenida. Es una papelera, de autor desconocido, bastante bien lograda. Dispendio de espacio para el ajetreo apresurado, a fin de tomar alguno de los autobuses que al pie tienen la parada. Achacable a la pertinaz incultura que nos corroe.

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