Tribuna:

Natzaret

Solemnes ideales inundaban el espacio gótico de la Llotja, cuyas esbeltas columnas parecían dispuestas para hacer honor a la rutilante belleza de la actriz Marisa Berenson, embajadora de paz de la Unesco. Se habló allí de deberes, de avances en el compromiso internacional por la justicia. Se proclamó la necesidad de superar fronteras, privilegios. Se formularon grandes propósitos. Al otro extremo de la ciudad, en un rincón oscuro del barrio de Natzaret, cayó muerto un niño de poco más de un año bajo las ruedas de un transporte y una turba de gente descargó un fogonazo de odio sobre el camioner...

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Solemnes ideales inundaban el espacio gótico de la Llotja, cuyas esbeltas columnas parecían dispuestas para hacer honor a la rutilante belleza de la actriz Marisa Berenson, embajadora de paz de la Unesco. Se habló allí de deberes, de avances en el compromiso internacional por la justicia. Se proclamó la necesidad de superar fronteras, privilegios. Se formularon grandes propósitos. Al otro extremo de la ciudad, en un rincón oscuro del barrio de Natzaret, cayó muerto un niño de poco más de un año bajo las ruedas de un transporte y una turba de gente descargó un fogonazo de odio sobre el camionero que lo había atropellado. No ocurrió en Indonesia, ni en ninguna remota localidad de México. El viernes, en Valencia, se dio un paso "histórico" en el compromiso de los pueblos y las naciones para establecer los deberes de los gobiernos, de los científicos, de las empresas y de los organismos internacionales con respecto al planeta y a la humanidad. Ese mismo día, en Valencia, fue linchado un hombre. En un callejón donde la alcaldía debía haberle impedido hace tiempo que maniobrara para cargar y descargar contenedores, yacía el cuerpo de un camionero, deshecho, mientras la juez preguntaba atónita a los agentes cómo era posible que nadie hubiese visto nada. Con la sombra de un crimen a la espalda, se desbordaba el llanto de los gitanos en el hospital Clínico por un pequeño muerto, un muerto mínimo de un barrio minúsculo incrustado en la enormidad del puerto; demasiado minúsculo para albergar tanta desesperación, tanta rabia; un lugar en el que no sirve de nada esa receta de "tolerancia cero" que un jefe de policía de Nueva York se trajo hace unas semanas del Bronx al Palau de Congressos para que los de aquí sepan cómo se combate el delito. Lejos de las grandes avenidas, pero también a las puertas del tercer milenio, las calles de Natzaret están llenas de humedad y de miedo. A la mayoría, la pobreza del mundo nos conmueve. El dolor del mundo nos conmueve. Por eso la alcaldesa asegura que vale la pena ser la primera autoridad de la ciudad, sólo por el orgullo de verla convertida en referencia de una declaración universal de responsabilidades y deberes que hará historia. "Avanzamos en todos los sentidos", proclama la Generalitat en la enorme campaña publicitaria que ha montado por la apertura del último tramo de la autovía que sitúa la tragedia a tres horas en coche de la capital de España. ¿Avanzamos? ¿Y por qué nos hiere Natzaret con el frío acero de un cuchillo?

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