Los siete magníficos

De ese encuentro podía salir música celestial o un choque de trenes. El mestizaje propició lo primero y los asistentes al teatro Lope de Vega tuvieron el privilegio de contemplar una simbiosis rayana en la magia, una rebujina urdida por las guitarras de Niño de Pura y Manolo Franco en la que hubo secuelas de Gato Barbieri y de Sabicas, clasicismo y vanguardia en un caldero para estómagos exquisitos. Antes habían pasado por el escenario retazos del futuro del flamenco. Un cantaor con coleta, una cabeza de ajos en palabras de un espectador; una cantaora con planta de Virgen gótica a la que le hu...

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De ese encuentro podía salir música celestial o un choque de trenes. El mestizaje propició lo primero y los asistentes al teatro Lope de Vega tuvieron el privilegio de contemplar una simbiosis rayana en la magia, una rebujina urdida por las guitarras de Niño de Pura y Manolo Franco en la que hubo secuelas de Gato Barbieri y de Sabicas, clasicismo y vanguardia en un caldero para estómagos exquisitos. Antes habían pasado por el escenario retazos del futuro del flamenco. Un cantaor con coleta, una cabeza de ajos en palabras de un espectador; una cantaora con planta de Virgen gótica a la que le hubieran birlado el niño en la aduana de Galilea; un palmero dandy que parecía el sobrino del Gran Gatsby; un bailaor ataviado como valet de hotel; dos acompañantes que se alternaban en cantes viejos y novísimos, por Manuel Torre y por Manzanita. Cuando te dormía uno, el otro te despertaba. Sístole y diástole del cante, metáfora del antes y el después de la confusa fusión. Después de las dudas y las buenas intenciones, llegó el gran momento. Precedido por la factura de las modas. No se explica de otro modo que a Manolo Franco le aplaudieran al final de su primera actuación y al Niño de Pura le dedicaran una sonada ovación nada más salir al escenario. Esto de los aplausos debería ser como las películas de Chuck Norris: la mitad al principio y el resto al terminar el trabajo. Los dos guitarristas iban a jugar un partido de dobles con sus guitarras; vencieron seis-cero al muermo. La coreografía era impecable. Los guitarristas, el cante de Arcángel, los chispazos de El Eléctrico y de Bobote, artilleros de Pansequito, la magia de Manolo Soler convirtiendo las palmas en una de las bellas artes y el énfasis en el córner de Juan Ruiz. Su tocayo el Arcipreste de Hita habría gozado de lo lindo. Estos siete magníficos sacaban oro de la nada. Parecían viajeros de un tren del pellizco; cantaban alegrías y guajiras en una chiva colombiana asomados a la ventanilla del duende y de espaldas al abismo. Al volante, iban los dos guitarristas; casa con dos guitarras es muy buena de guardar. Hasta el cobrador se sumaba a la fiesta porque ningún viajero quería bajar. Estos flamencos son renacentistas desde los genes. Niño de Pura dedicó las alegrías y las guajiras al bailaor José Joaquín, su hermano, debutante en esta Bienal que hoy pone el broche de oro con los Misterios del Santo Rosario, un trabajo de José Miguel Évora con la Orquesta Ciudad de Málaga, el Coro de la Politécnica de Madrid y las voces de Esperanza Fernández y José Mercé. MÁS INFORMACIÓN PÁGINA 38

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Día 3 de octubre de 1998 Misterios del Santo Rosario Teatro de la Maestranza a las 21.00. Precio: 1.600 a 4.000 pesetas. Aforo: 1.780 espectadores.

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