Tribuna:

En clave de habano

El affaire Clinton desprende todo él un irresistible aroma a cine americano. Unas veces hemos contemplado en las pantallas a un presidente asediado por compañías multinacionales o por grupos de congresistas, luchando con bravura por salir triunfante y seguir siendo para todos sus compatriotas la estampa del americano medio, sincero y... honesto. Otras lo hemos visto haciendo de malo y luchando contra los verdaderos patriotas, sus generales. Y, últimamente, muestra un rostro humano y sentimental y se enamora de una chica mientras lleva el peso del Estado sobre las espaldas. Prefiero cualquiera ...

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El affaire Clinton desprende todo él un irresistible aroma a cine americano. Unas veces hemos contemplado en las pantallas a un presidente asediado por compañías multinacionales o por grupos de congresistas, luchando con bravura por salir triunfante y seguir siendo para todos sus compatriotas la estampa del americano medio, sincero y... honesto. Otras lo hemos visto haciendo de malo y luchando contra los verdaderos patriotas, sus generales. Y, últimamente, muestra un rostro humano y sentimental y se enamora de una chica mientras lleva el peso del Estado sobre las espaldas. Prefiero cualquiera de estas versiones a la que está de moda en estos momentos: toda esta historia de felaciones en el cuartito de los armarios de la Casa Blanca es desagradable y pueril y, de ser verdadera la anécdota de Bill Clinton ofreciendo a Yasir Arafat un puro que no huele sólo a tabaco de Vuelta Abajo, encima tiene visos de vulgar broma de bachilleres zafios.El presidente de Estados Unidos es la encarnación del sueño americano: sus compatriotas buscan en él a un personaje sencillo, como el vecino, que ha sido capaz de vencer todas las dificultades y de resultar elegido en ese mundo de tiburones que es la alta política. Un tipo listo pero sobre todo moralmente impecable. Un sueño casi imposible. Y no será en Bill Clinton en quien se haga realidad. Los norteamericanos merecerían un presidente de catadura moral bastante superior a la de éste.

Pero también se merecen un buen presidente y Bill Clinton lo es. Así son las cosas.

Claro que no es el primero de sus congéneres en haber utilizado la Casa Blanca como casa de lenocinio. Roosevelt, el mismísimo Ike Eisenhower y no digamos Kennedy engañaron a sus esposas mientras eran tenidos por sus compatriotas como el ejemplo vivo de las virtudes públicas yanquis más preciadas: el respeto al Dios luterano, la fidelidad a la parienta y la postura del misionero. De donde se deduce que será bueno distinguir entre vicios privados, sobre todo si son de la carne, y virtudes públicas.

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Con esto quiero decir que no soy persona opuesta a las felaciones, sino sólo a las felaciones practicadas en un despacho mientras el felado habla con Borís Yeltsin. Tal vez sea éste el único argumento capaz de invalidar a Clinton como presidente de país alguno: no es posible atender de modo simultáneo y con idéntica eficacia a la crisis rusa y a las manipulaciones de Mónica Lewinski.

El mayúsculo problema con que se enfrenta Clinton se debe a que se equivocó y, en lugar de mandar a sus inquisidores al diablo cuando le preguntaron por sus incursiones extramatrimoniales (cosas de su vida privada y allá él con Hillary), decidió mentir y contestar "no señor" en aplicación de la fórmula tan sexista que nos han inculcado a todos desde el uso de razón: negar la evidencia hasta la muerte y ponerse a salvo del justificado enfado del cónyuge.

La filmografía de Hollywood nos enseña que la corrupción, el abuso de poder y hasta el asesinato son moneda corriente en la vida política de aquel país. ¿Debemos escandalizarnos por una historia de felaciones en el Despacho Oval? ¿O porque su titular mintiera? ¿Invalida todo este episodio a Clinton como uno de los hombres verdaderamente poderosos de la tierra? No, si piensan ustedes en la mayoría de los poderosos. ¿Desde cuándo la fidelidad conyugal es la condición sine qua non para decidir sobre la guerra y la paz? Tengo la sensación irremediable de estar haciendo demagogia, pero piénsese en un padre de familia irreprochable y buen presidente, por añadidura, como George Bush. ¿Justifica ello las invasiones de Panamá y Granada ocurridas durante su mandato?

Sobre la importancia del episodio Lewinski (no la felación, se nos dice, sino la mentira que le siguió), fruto en última instancia de la persecución vengativa de las compañías tabaqueras y de la Asociación del Rifle, ¿puede deducirse que Clinton se ha convertido en un mandatario carente de autoridad (no hablo de la autoridad moral, claro) o de fuerza? Por supuesto que no. Ambas están bastante intactas. Dentro de sus atribuciones constitucionales no ha perdido un ápice de su poder, sobre todo cuando se enfrenta con un Congreso que en víspera de elecciones para su renovación parcial mira más a las encuestas de opinión que a la Biblia. Y la opinión está a favor de que se le dé un tirón de orejas y se le perdone.

Se ha invocado el ejemplo del reciente viaje del presidente a Moscú. Se dice "no ha podido dar nada a Yeltsin porque está muy débil". No ha podido dar nada a Yeltsin, salvo unos cuantos buenos consejos, porque nadie tiene nada que dar al líder ruso más de lo que ya le ha dado el FMI. Yeltsin sí es un político débil: no fue capaz siquiera de conseguir el primer ministro que quería para presentárselo al presidente norteamericano. Después de Moscú, Clinton fue a Irlanda y consolidó con fuerza el proceso de paz en el que ha intervenido tan decisivamente. ¿Un presidente débil?

Ciertamente, Clinton ha mentido y sigue mintiendo; todos lo sabemos. Es deleznable el espectáculo de falso arrepentimiento que está dando. Algún chistoso ha sugerido que, en su discurso a la Asamblea General de la ONU, hace unos días, pediría perdón al mundo entero. Es sabido que no puede dejar de mentir porque se arriesga a ir a la cárcel. Pero no serán esos los argumentos que le impulsen a dimitir. Tampoco, me parece, la difusión de su crispada declaración ante el Gran Jurado, como se viene asegurando; no creo que hacer una larga declaración ante un augusto cuerpo de juristas sobre las propias infidelidades conyugales favorezca la serenidad.

Hillary, la mujer del presidente, saldrá a la palestra un día de éstos, y le perdonará pública y expresamente. Lo hará tanto más deprisa cuanto más se compliquen las cosas con el fiscal Starr. Mientras tanto, hace sufrir a su marido; todos tenemos nuestro corazoncito. En el mismo momento en que Hillary diga "te perdono, Bill", el asunto se esfumará.

La resistencia al acoso está impresa en la tarjeta genética de Clinton, cosa, por otra parte, sabida y predicada de cualquier político que se haya encaramado al poder. En cuanto a la posibilidad de que el Congreso llegue a decidir la destitución o el enjuiciamiento (impeachment) del presidente, me parece bastante remota.

¿Lucharía Clinton valerosamente para limpiar su nombre ante el Congreso y la gran nación americana y se sometería al impeachment? Tengo la impresión de que no se arriesgaría a ser juzgado. Hay una cuestión previa: el Congreso tendría que decidir primero si le enjuicia o no. Y como en todo, la cosa depende de los números. Cualquier votación en el Congreso de Estados Unidos (lo sabemos por las películas) va precedida de un largo periodo de negociaciones en las que, día a día, en la sala montada al efecto en la Casa Blanca, se hace recuento. "¡Hemos conseguido el voto del senador por Nebraska!". Cosas así. De modo que Clinton sólo dimitiría en el último minuto si comprendiera que tiene la votación del impeachment perdida. Y si Clinton dimitiera, en cualquier caso lo haría en el tercer año de su mandato: sustituido por Al Gore, los dos años remanentes de presidencia no contarían como mandato y Gore tendría oportunidad de pasarse diez años en la Casa Blanca.

Un embrollo del que no salen bien parados la política y quienes la ejercen. Puro por puro, ahora que los habanos son protagonistas de la historia, me parece que prefiero a Churchill, que los fumaba limpios de polvo y paja. O a Groucho Marx, que no se escudaba en ellos para hacer cosas políticamente incorrectas. Sólo los disfrutaba.

Fernando Schwartz es escritor y periodista.

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