Tribuna:

El hortelano en su rincónANTONI PUIGVERD

En el extrarradio de Girona, en pleno campo, entre la garganta del río Onyar y la dulce montaña que oculta la ciudad, uno encuentra un par de deprimentes bloques de viviendas de las que el pasado régimen bautizó, sin ironía, como "viviendas sociales". La fachada de estos pisos, que fueron construidos hace unos 30 años, ha sido remozada varias veces, pero sigue desconchándose y presenta un color como de excremento, que es el color que tiene la pobreza cuando se dobla en dejadez. Allí se estableció, en los años del desarrollismo, una colonia de andaluces y, ya en democracia, se ha convertido en ...

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En el extrarradio de Girona, en pleno campo, entre la garganta del río Onyar y la dulce montaña que oculta la ciudad, uno encuentra un par de deprimentes bloques de viviendas de las que el pasado régimen bautizó, sin ironía, como "viviendas sociales". La fachada de estos pisos, que fueron construidos hace unos 30 años, ha sido remozada varias veces, pero sigue desconchándose y presenta un color como de excremento, que es el color que tiene la pobreza cuando se dobla en dejadez. Allí se estableció, en los años del desarrollismo, una colonia de andaluces y, ya en democracia, se ha convertido en lugar de encuentro de los emigrantes africanos. Al principio, la mayoría eran gambianos y ahora son casi todos magrebíes. Aquellos bloques fueron alzados junto a un pequeño núcleo, mucho más antiguo, de pequeñas casas rústicas y humildes. A pesar de ser bastante más viejas, estas casas han conservado una gracia discreta, propia de la arquitectura tradicional. El núcleo de origen rústico está pegado, sin solución de continuidad, a los bloques donde se hacinan los magrebíes. El entorno es agradable: la tierra de aluvión del río (que en aquel punto, por ser ferruginosa, tiene el color del vino rosado) permite la aparición de unos amenos huertos y, a más distancia, de unas frondosas plantaciones de árboles de ribera, que se talan con regular frecuencia y crecen a ojos vista; el monte, con su espalda boscosa e impenetrable, favorece la impresión de rústica placidez. Por si fuera poco, justo frente a los bloques, se abre un extenso campo de cultivo que muda sus colores en cada estación. Curiosa mezcla, la de este especial lugar en donde lo suavemente rural y lo más duramente urbano se abrazan y en donde la arquitectura tradicional coexiste con la suburbial. Paseo con cierta frecuencia por esta desconocida parte de mi ciudad. En los días laborables, y en horas de trabajo, las mujeres magrebíes salen de paseo con sus pequeños. Algunas, aunque no todas, llevan largas túnicas y pañuelos que ocultan el pelo. De vez en cuando un anciano con chilaba y la cabeza cubierta con una especie de solideo de ganchillo, pasea en solitario. Al atardecer, o bien en domingo, los hombres se agolpan frente a los bloques conversando animadamente, aunque con cierta rigidez. Con frecuencia callan, raramente están sentados. Algunas veces los he visto inmóviles como árboles. Los niños juegan, por las tardes y a lo largo de los días festivos, sobre el cemento de una pista de baloncesto que usan para el futbito. Los niños catalanes y los magrebíes se mezclan en sus juegos y, en las noches de verano, los adolescentes magrebíes ocupan el espacio y suena con fuerza, gracias a la radio de un coche abierto, una potente música que mezcla el rock con el típico fraseo árabe. En la parte antigua, hombres y mujeres con pose rústica que pasean lentamente o se dirigen al huerto. En el catalán de Girona, el huerto es, generalmente, el tros, un trozo de tierra, un rincón. Uno de los que hay aquí, en este especie de suburbio rural, me tiene enamorado desde hace años. Lo cultiva un jubilado que trabajó, según me cuenta, en una pequeña empresa de maquinaria. Es un hombre apersonado con la tez curtida y la mirada tímida, de niño viejo, que trabaja el tros como un peluquero. La tierra agradece los mimos del hortelano y, puesto que la montaña protege de los vientos y el agua es abundante, crecen en este huerto, con amplia generosidad, los frutos de cada temporada. Despuntan los bulbos sometidos a un orden clásico, se elevan los tallos en sincronizada armonía, corre el agua por los surcos y en ellos se peina el cielo. En este tórrido agosto, por ejemplo, conviven, entre los verdes que el implacable sol amarillea, el burdeos de unas opulentas berenjenas, el rojo chillón de los tomates y el verde fálico de los calabacines. Al atardecer, que es cuando más cunde el trabajo en un huerto, asalto al hortelano con las típicas preguntas de urbanita curioso: "¿Son ajos, verdad, aquellos tallos?", o bien: "¿No serán, éstos, tomates de la pera?". Con precisión y parquedad, el hombre me ilustra sin dar nunca muestras de impaciencia. Un día me propone recorrer el huerto y me invita a entrar en su barraca. No se trata de una barraca cualquiera, sino de una especie de bungalow robinsoniano, un largo prisma de madera adosado a un muro, que ha construido con todo tipo de materiales: viejos tablones de madera, paneles de formica, puerta y ventanas de derribo. Si la parte exterior, pintada en verde, produce impresión de solidez, el interior es una mina de sorpresas: el espacio tiene las paredes completamente llenas, y en primoroso orden, de objetos de todo tipo: útiles de trabajo (podadoras, azadillas, rastrillos...), un calendario con la foto de una rubia peligrosa, un extenso surtido de botes, sacos y cajas con fertilizantes y pesticidas; una cocina de butano, con su horno y su extractor-chimenea eléctrico y con su batería, muy usada, decorativamente dispuesta en un aparador casi antiguo; una alacena con vajilla desaparejada de cerámica; diversas botellas de vino; una despensa con embutidos, aceite, vinagre, café y diversos tipos de galletas y, en fin, un lavamanos, un pequeño botiquín y un anaquel antiguo con jabón, peine, brocha y colonia. Pasmado, sin saber qué decir, admiro no sólo el orden exquisito, sino la excepcional variedad de lo que allí guarda este hombre, tan previsor, cuya vivienda está a menos de 500 metros del huerto. Al observar las ventanas con detalle, veo una escopeta que en el primer vistazo me ha pasado desapercibida por estar situada bajo la luz que sale de una de ellas. La escopeta se sostiene sobre unos garfios de metal y apunta directamente a la puerta desde el fondo de la barraca. El hortelano, al comprobar mi interés, me enseña, con gran satisfacción, el mecanismo más ingenioso de su barraca: un complejo sistema de tensores que, conectado a las bisagras de la puerta, provoca el disparo automático de la escopeta si alguien abre la puerta sin haber desconectado previamente el mecanismo. Antes de abandonar el huerto, especialmente durante la noche, el hombre conecta la escopeta. Le pregunto si la ha instalado pensando en los magrebíes. Me responde con evasivas: "Son buena gente, en general, pero nunca se sabe". No me atrevo a preguntarle qué tipo de impacto provoca un cartucho disparado casi a bocajarro. El hortelano pasa, sin más, a hablar de caza. Me cuenta que anda solo, con su perdiguero, por las Gavarres, estos montes oscuros y espesos que separan la ciudad de Girona de las poblaciones costeras: atrapa perdices, conejos de bosque -"no, liebres no; ya no las hay", dice-, alguna tórtola, pero le gustaría matar un jabalí. A pesar de mis nulos conocimientos cinegéticos, intervengo: "¿Pero, para cazar el jabalí, no hay que organizar una batida?". "Es casi imposible que, sin compañía, pueda cazarlo, pero algún día, aunque sea por casualidad... de un tiro certero podría abatirlo". El hortelano levanta los ojos hacia las Gavarres. Su mirada no es ya tímida o infantil, sino ávida, casi feroz. Lo imagino al acecho, entre los alcornoques, un día húmedo de invierno, esperando, con la escopeta cargada, el paso de una hembra de jabalí, con todos sus gorrinos. Finalmente, el terrible sol de agosto desaparece detrás de las Gavarres. El hortelano sigue mirando hacia el bosque con cierta melancolía. Poco después llegan unos jóvenes, dejan abierta la puerta del coche y vacían su rock arabizante y ruidoso sobre el huerto.

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