Tribuna:

Octavos de final

Lo que resulta más patético de la eliminación de España en el Mundial de fútbol de 1998 en Francia es la actitud de su entrenador y divo, Javier Clemente. Será porque es vasco, pero en sus declaraciones inmediatamente posteriores a la eliminación del conjunto español, no he podido dejar de advertir el peor estilo nacionalista de una buena parte de los políticos nacionalistas vascos, cual es el de no conocer otro patrón de medida de las cosas y de la vida que uno mismo. ¿Cómo alcanzar tal facultad?En primer lugar, es imprescindible confundir el equipo, o la tierra patria, con uno mismo. En lo f...

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Lo que resulta más patético de la eliminación de España en el Mundial de fútbol de 1998 en Francia es la actitud de su entrenador y divo, Javier Clemente. Será porque es vasco, pero en sus declaraciones inmediatamente posteriores a la eliminación del conjunto español, no he podido dejar de advertir el peor estilo nacionalista de una buena parte de los políticos nacionalistas vascos, cual es el de no conocer otro patrón de medida de las cosas y de la vida que uno mismo. ¿Cómo alcanzar tal facultad?En primer lugar, es imprescindible confundir el equipo, o la tierra patria, con uno mismo. En lo futbolístico, nuestra selección es, oficialmente, la selección española de fútbol; pero, en la realidad, es decir, en el mensaje que finalmente llega a sus destinatarios, es la selección de Clemente. ¿Cómo se consigue eso? Pues no es difícil; en un mundo en el que la comunicación lo es todo, como proclaman ostentosamente los comunicadores y aceptan ciegamente pegados a sus terminales los comunicados, basta ejecutar una serie de actos de parte con suficiente gancho comunicativo para que se acabe tomando la parte por el todo. Por ejemplo -y es sólo un ejemplo-, si te dedicas a seleccionar a jugadores a los que sus entrenadores de club no tienen confianza o no dan partidos suficientes, conseguirás que todos los medios te enfoquen a ti y que todo el mundo se fije, antes que nada, en ti; conseguirás la adhesión incondicional de estos jugadores (que se concreta enseguida en tomar como propias las cruzadas del jefe) y, de rebote, conseguirás tocarles las pelotas a los correspondientes entrenadores y sus clubes. Eso es matar tres pájaros de un tiro.

Después, has de convertir tu entorno (la Selección, en el caso de Clemente; el País Vasco, en el de los políticos nacionalistas) en el centro del tinglado. Al igual que aquel niño que, viendo un boquete en una valla, le decía a su padre: "Papá, mira, un agujero con una valla alrededor", aquí se trata de que todo un país gire en torno a tus propios planes y eso se consigue agitando sin tregua ni descanso la bandera de una situación cuya solución -que te conviene que no exista, pues de ahí depende tu duración- has de identificarla con tu causa, para convertirla así en necesaria, y tú, en interlocutor único y permanente. Hoy en día, uno lee la prensa en Madrid y parece que no hay más asunto de importancia que el País Vasco, que la vida española está regida por los acontecimientos que suceden en el País Vasco, que el futuro de España depende del futuro del País Vasco. Lo mismo que la selección con Clemente.

Lo último es un cuidado y constante empleo de la cultura de la lástima, cultura que se resume en una frase: "Esto nos pasa por ser buenos", y cuyo máximo ejecutor, con el oficio aprendido en el refinado conocimiento de la hipocresía que baña la cultura eclesial, es el señor Arzalluz, aunque sus paniaguados acólitos no le vayan a la zaga, pues todo se aprende. Hagamos un despiece: la primera reacción de uno y otro, Clemente y Arzalluz -personas distintas entre sí, claro está-, suele ser el asombro ante lo inconcebible ("¿Cómo pueden decir de nosotros...?") que da paso a la resignación generosa ("Si es posible, que pase de mí este cáliz") y a la humildad del que sabe que posee la Verdad ("Perdónalos, porque no saben lo que se hacen", o, para ponerlo en cultura vascuence de la lástima: "Perdónalos, porque no nos comprenden"). La voz gastada, pausada y cansada de tanto tener razón en este valle de incomprensión en Arzalluz, el gesto burlón que esconde la ausencia de elaboración mental en Clemente, son dos versiones, cada una en su estilo, pero igualmente eficaces, de ingenio en el arte de suplantación de la realidad.

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Con estas tres actitudes y sus infinitas variantes, siempre que suceda algo en su entorno (el fútbol o España), conseguirás que hablen de ti, con lo cual te convertirás en el árbitro de la información. Para ello se utiliza lo que haga falta y se pacta con quien haga falta, incluido el diablo, y se aprovecha cualquier circunstancia, incluida la muerte. Al menos el fútbol tiene la ventaja de que no hay que llegar a los extremos a los que están mostrando ser capaces de llegar los políticos nacionalistas.

La miseria del nacionalismo nace del miedo a no ser nada, por lo que la necesidad de buscar un enemigo es sustancial. Estos dos señores, Arzalluz y Clemente, cada uno en su estilo, lo saben muy bien; para el primero, que pretendiendo ser desgarrado es ofensivo, el enemigo es España, o sea: ellos; para el segundo, que confunde el humor con la burla, por lo que cada vez que intenta ser gracioso, agrede, lo es la prensa; o sea, ellos. Una vez marcados los terrenos, cada cual actúa a su modo; el más curil, con más torcido fingimiento; el más morrosko, a la brava. Pero ambos coinciden en lo esencial: el desprecio al otro, el empecinarse en vez de recapacitar, el complejo de ser único, la imposibilidad de definirse como no sea por la vía de la negación (no nos comprenden, no es vasco quien..., etcétera), el tener pocas ideas, pero, eso sí, fijas... Son valores que me asombran, pues pertenecen a la más recia tradición castellana, cosa que a Arzalluz le debería poner los pelos de punta. Lo que pasa es que, se hable el idioma que se hable, los reaccionarios son todos iguales, y, además, suelen utilizar el lenguaje para agredir.

La idea cerril de ser esencialmente buenos y nobles ("Si somos buenos, ¿cómo va a ser malo lo que hagamos?") les lleva siempre al asombro y la estupefacción cuando alguien les lleva la contraria. A mí su actitud me recuerda la que tantos padres de la posguerra sostuvieron ante sus hijos: "Si yo soy tu padre y, por tanto, nadie como yo desea lo mejor para ti, has de cumplir a ciegas lo que yo te diga que te conviene porque es, necesariamente, lo mejor para ti". De tal confusión elemental entre deseo y realidad y de esa conclusión racionalmente deshonesta nace la siguiente actitud, que es la de creer que la razón sólo existe en la medida que sirve para explicar tus actos, aun los más disparatados o atroces, lo que supone, al paso, la imposibilidad de reconocer (no digo aceptar, sino reconocer) las razones del otro. El miedo a no ser nada y el miedo al otro, reunidos, generan, convertidos en mentira histórica, una dinámica de subversión de la moral social intrínsecamente perversa. Sucede en el fútbol y en la política, aunque los efectos de esa mentalidad misérrima no tengan las mismas consecuencias: ¿se imaginan a un combinado del PNV y allegados eliminados en octavos de final?

José María Guelbenzu es escritor.

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