Tribuna:

Los inexistentes filósofos de la derecha

Las gentes prácticas (por ejemplo, los políticos) acostumbran a iniciar sus artículos de opinión haciendo declaraciones teóricas máximamente abstractas -a ser posible, definiendo categorías-, como si intentaran convencer al lector indeciso en proseguir de que su más auténtica y genuina pasión intelectual ha sido desde siempre bucear en las profundas aguas de los principios, y de que han sido las urgencias cotidianas -la inaplazable llamada de lo real- las que les han obligado a poner en sordina esa su más auténtica querencia. Luego, casi a renglón seguido, pasan («viene esto a cuento de...», s...

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Las gentes prácticas (por ejemplo, los políticos) acostumbran a iniciar sus artículos de opinión haciendo declaraciones teóricas máximamente abstractas -a ser posible, definiendo categorías-, como si intentaran convencer al lector indeciso en proseguir de que su más auténtica y genuina pasión intelectual ha sido desde siempre bucear en las profundas aguas de los principios, y de que han sido las urgencias cotidianas -la inaplazable llamada de lo real- las que les han obligado a poner en sordina esa su más auténtica querencia. Luego, casi a renglón seguido, pasan («viene esto a cuento de...», suele ser el recurso estilístico para enlazar con lo que viene) a discutir la cuestión más particular posible (qué votó este partido en el último Pleno del Congreso, cómo puede ser que quien dice A en su comunidad autónoma diga B en Madrid, dónde iremos a parar en caso de que prospere un proyecto de ley como el presentado por el grupo parlamentario X, etcétera).Las gentes teóricas (por ejemplo, los filósofos) parecen necesitar la referencia a algún elemento de realidad más inmediata para iniciar su discurso. Suelen arrancar sus artículos aludiendo a algo máximamente concreto, a alguno de los elementos más llamativos de eso que todavía hay quien denomina la palpitante actualidad. Un malicioso podría pensar que al obrar así se defienden por anticipado de un reproche, podría suponer que temen la reacción renuente del lector ante el despliegue de categorías abstractas, sumamente especulativas, que se le avecina. Algo de eso hay, sin duda. Actúan de esta forma en parte porque han sido advertidos por alguien de dentro: a ver qué me envías, procura que se te entienda, mira de poner en relación lo que vayas a tratar con algo de lo que está pasando estos días..., son algunas de las recomendaciones que el filósofo metido a comentarista ocasional suele recibir de parte de los responsables de la sección correspondiente (y que, si no recibe, imagina), y a las que acaba por ser sensible.

Pero sólo con un motivo tan extremadamente contingente no se entiende su forma de operar, del mismo modo que el temor a ser consideradas personas descarnadamente pragmáticas, sin sensibilidad alguna hacia los grandes principios teóricos, no acaba de explicar del todo el camino inverso que suelen seguir los políticos al plantear un tema. Sus opuestos enfoques tal vez también tengan que ver con otra cosa. Tal vez respondan a una determinada manera de entender el papel del intelectual o de pensar los vínculos que mantienen lo más específicamente teórico con lo más directamente práctico. O quizá expresen, cada una a su modo, una común desazón, una análoga mala conciencia -aunque de signo contrario- en relación a su propia actividad.

En ambos casos, el de los teóricos y el de los prácticos, parece darse una cierta añoranza de un momento que se percibe como perdido, de un tiempo en el que unos dicen que también pensaban y otros que incluso actuaban. Como siempre que anda por medio la nostalgia, se tiene derecho a sospechar que hay aquí un elemento mistificador. Muy probablemente, ni los hoy resueltamente pragmáticos pensaban entonces tanto, ni quienes terminaron recalando en la teoría fueron nunca decididos hombres de acción. Pero, aunque el recuerdo engañe, el anhelo, tal vez no. Y lo que acaso importe ahora sea no tanto la exactitud de la evocación como esa querencia que en las dos figuras se produce, la necesidad que ambas sienten, de revelarse contra la establecida unilateralidad de su quehacer contra esa forma estrecha y limitada de desarrollar su trabajo a la que esta sociedad parece condenarles.

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Alguien podría pensar que el mencionado anhelo se compadece mal con alguno de los tópicos más extendidos acerca de esta cuestión. Fijémonos, para no andar todo el tiempo enredados con los paralelismos y las contrapartidas, en el caso de los intelectuales propiamente dichos -en el de los profesionales de la teoría, si cabe utilizar esta expresión-. Ciertamente, como señalaba con acierto y gracia Javier Marías aquí mismo hace pocos meses, no parece ajustado a real el reproche de silencio en relación a los problemas colectivos que con tanta frecuencia se dirige a este grupo. Lejos de permanecer discretamente callados, hay momentos en los que más bien se tiene la impresión de que los intelectuales no paran de hablar sobre todo cuanto ocurre a su alrededor. Opinan, suscriben, respaldan, se adhieren e incluso prestan su columna (o un rincón de su viñeta) para hacerse eco de una protesta, cuando no directamente de una convocatoria de manifestación. Pero, si es tan grande el barullo, ¿cómo se explica entonces la persistencia del referido reproche?

Tal vez no constituya explicación suficiente el mero anacronismo de unos, la miopía de otros o la pereza crítica de los más. No habría que descartar que la manera en que, en un pasado relativamente reciente, algunos intelectuales tendieron a teorizar el sentido de su propia actividad esté en el origen del malentendido. Muy resumidamente: hubo un momento concreto en que se empezó a pasar del modelo de intelectual comprometido al modelo de intelectual independiente (a veces sustituido por el grandilocuente rótulo de crítico-de-todo-poder), y quizá en esta recalificación su imagen quedó dañada de modo casi irreversible.

Porque, al cobijo de esa nueva legitimación, recuperaron un lugar bajo el sol, confundidos con quienes dudaban sinceramente del signo de su tarea, o con quienes buscaban a tientas -tras tanta crisis- el modo de establecer puentes de nuevo tipo con el mundo, aquellos otros que celebraban la buena nueva de la independencia del intelectual con el alivio de quien se ve liberado de una carga, de quien se siente eximido de toda responsabilidad en relación a lo político. Y si hasta hace poco eran los primeros los que tendían a ocupar el centro del escenario, en ocasiones con un hipercriticismo inane, la nueva situación ha hecho que hayan sido estos últimos los que irrumpieran con fuerza reclamando su cuota de protagonismo, sólo que con un mensaje imposible. Porque, parafraseando lo que aquel autor afirmó acerca de la filosofía, no es

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posible prescindir de la política, y quienes se empeñan en lograrlo acaban siendo influidos, sólo que sin ellos saberlo, por la peor política

¿Y cuál es la peor política? Probablemente la que se niega a reconocer su condición de tal. Acaso durante algunos años -los demasiados años que duró la travesía del desencanto- pudo resultar algo más comprensible la actitud. Pero continuar apelando hoy al descrédito de la política como coartada para una presunta independencia es ya, en sí, una opción política. Y no sólo por el conocido hecho de que son siempre los mismos (y con el mismo objetivo) los que insisten en decretar el final de la política (junto con la superación de la división entre derechas e izquierdas y otras defunciones interesadas), sino por algo quizá de mayor calado. Quienes desde las filas de la teoría repiten esa argumentación están rechazando lo mejor de la política -lo que tiene de posibilidad pública de decidir a través de la palabra sobre el destino común-, y se están quedando con su dimensión más sórdida -con lo que tiene de pura y cruda aspiración a poder-. Llevan, inconfesadamente, esa aspiración al discurso, contaminan con su ambición todo cuanto piensan, mientras, de puertas afuera, alardean de independencia, presumen de no alinearse con causa alguna e incluso, los más cínicos, se quejan de recibir palos de unos y de otros. Hacen, efectivamente, la peor política, que en el caso de los intelectuales es, sin duda, la politiquería.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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