Tribuna:

De feria en feria

"Miguel de Cervantes Saavedra firma ejemplares de su obra El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en la caseta 222 de Ediciones Manchegas...". Sin duda se trata de una especie de alucinación acústica, pero he creído escuchar algo así entre la salmodia que desgrana, profesional y voluntarioso, el locutor de la Feria del Libro de Madrid. Doscientos autores esperan agazapados en sus barracas, apostados a la caza de lectores que echarse a la pluma.Entre firma y firma, angustioso intervalo, los escritores menos favorecidos por las masas contemplan con indisimulada envidia cómo se engrosan las...

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"Miguel de Cervantes Saavedra firma ejemplares de su obra El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en la caseta 222 de Ediciones Manchegas...". Sin duda se trata de una especie de alucinación acústica, pero he creído escuchar algo así entre la salmodia que desgrana, profesional y voluntarioso, el locutor de la Feria del Libro de Madrid. Doscientos autores esperan agazapados en sus barracas, apostados a la caza de lectores que echarse a la pluma.Entre firma y firma, angustioso intervalo, los escritores menos favorecidos por las masas contemplan con indisimulada envidia cómo se engrosan las colas, cómo se afanan las masas por conseguir una rúbrica, una frase de compromiso de sus ídolos literarios. De este paseo del parque del Retiro salen machacados o reforzados los egos, siempre inconmensurables, de los autores. Aquí está la "crema de la intelectualidá", como dice el chotis postinero, vestida con sus mejores galas, posando con coquetería, guiñando el ojo a la clientela que deambula entre las casetas.

A San Isidro, patrono agrícola y anacrónico, aún le ha sobrado agua después de las furiosas descargas que derramó sobre el coso de Las Ventas. El aguacero ha disparado a la afición letrada, incluso los sufridos fans de Antonio Gala le han huido a la desbandada. Para el autor minoritario, la tormenta tiene su cara positiva, le proporciona una coartada y una vendetta pírrica, porque él también es víctima, pero vendetta al fin y al cabo. "Hoy no nos comemos un rosco ni tú ni yo", dice entre dientes bajo la lluvia democrática que a todos iguala, y aún le quedan ganas para componer un refrán: "Cuando llueve en San Isidro, llueve en la Feria del Libro".

Pero en esta feria los diestros están a cubierto, sentados en incómodos taburetes, rodeados, por todas partes menos por una, de barricadas de libros. Aquí nunca se suspende la fiesta. Hay que esperar a que escampe, como hacen algunos paseantes que, sin miramiento alguno, han buscado el cobijo de las viseras de las casetas y se apelotonan ante ellas, obstaculizando el paisaje de los aguados firmantes, oscureciendo la atmósfera del interior, salpicando impunemente sobre las brillantes portadas. Ni siquiera tienen la delicadeza de solicitar una firma del escritor taponado, ni hojean los libros, ni piden catálogos, no disimulan, no se cortan, y dan la espalda a la cultura y a sus intermediarios mientras contemplan y comentan las evoluciones de las nubes preñadas.

Cuando luce el sol, el escritor de poca firma se entretiene con el variado paisaje humano que circula encajonado en la avenida, sonríe a los niños de hoy que serán sus lectores mañana, Perogrullo dixit, desvía amablemente las peticiones de los despistados que solicitan catálogos, pegatinas, separadores, cualquier cosa que no haya que pagar y, de vez en cuando, se digna compartir su cultura literaria con los libreros en cuestiones de información bibliográfica.

Hay un falso cliente pesadilla al que los libreros experimentados temen y odian equitativamente. A éstas o estos especímenes se les reconoce a distancia por su sonrisa aviesa, por su forma de hojear con cierto menosprecio el surtido libresco. Tras una primera y condescendiente inspección, el taimado ojeador suele despacharse con una pregunta de este tipo: "¿No tendrán ustedes por casualidad las Anacletas de Confucio comentadas por Rupert Strumbjiferbagen?, llevo años buscándolo; creo que lo editó en 1967 la Editorial Castafiore. Es un libro con tapas amarillas que lleva una flor de loto en la portada". El cliente-pesadilla trata de demostrar dos cosas, sus profundos conocimientos sobre tales materias y el no menos profundo desconocimiento del profesional al que ha venido a pillar en falta como un ceñudo examinador, una especie de inspector de librerías al que le encantaría multar al establecimiento por esta injustificable carencia. No hay antídoto contra su ponzoña, a no ser que, en efecto, por un inescrutable azar, el libro esté en las estanterías, lo que provocará no una venta, sino la vergonzosa huida del buscador balbuceante farfullando algo así como: "Vendré por él más tarde, a no ser que acepten tarjetas de la Caja de Ahorros de Barataria".

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