Tribuna:

Nuestros árboles

Algo secreto y enigmático tiene Madrid que le permite sobrevivir en el centro de esta desabrigada meseta, franquear el clima extremado, las entrecortadas sequías, el frío tajante, los ardores de julio, la lluvia imprevista y la aparente despreocupación de sus habitantes. Disfruta de jornadas tropicales en febrero, que se mudan, durante la traidora y veleidosa primavera, en madrugadas boreales que traen el viento homicida del Guadarrama, además del chaparrón inesperado, que siempre nos coge sin paraguas. Algo mágico hay en el revoltijo de tantas contradicciones que nos deja seguir viviendo aquí...

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Algo secreto y enigmático tiene Madrid que le permite sobrevivir en el centro de esta desabrigada meseta, franquear el clima extremado, las entrecortadas sequías, el frío tajante, los ardores de julio, la lluvia imprevista y la aparente despreocupación de sus habitantes. Disfruta de jornadas tropicales en febrero, que se mudan, durante la traidora y veleidosa primavera, en madrugadas boreales que traen el viento homicida del Guadarrama, además del chaparrón inesperado, que siempre nos coge sin paraguas. Algo mágico hay en el revoltijo de tantas contradicciones que nos deja seguir viviendo aquí y estar contentos.Un amor lejano y reverencial suscitan los árboles urbanos, quizá los más recios del mundo, al resistir las calamidades descritas, más la contaminación que provocan los gases asfixiantes de los vehículos de motor, a lo que hay que añadir el cuidado escaso -aunque, al parecer, suficiente- del departamento de Parques y Jardines. El vecino de esta página, Joaquín Merino -y tantos otros, en tantos medios-, vive una obsesión parecida: ha inventado, o puesto en circulación, la palabra "talapoda", aún no aceptada oficialmente por la Academia. La primera parte, de procedencia germánica, significa arrancar; el sufijo latino, limpiar, escamondar, que es lo único que debe hacerse con el árbol: quitarle las ramas inútiles y las hojas secas. Lo que se perpetra es un homenaje al hachazo indiscriminado, que deja la copa de los altos plátanos y las fornidas acacias sin fronda, fanés y descangayadas, como el "cuero picoteao" de la mujer del tango.

Tengo la suerte de habitar asomado a uno de los antiguos bulevares y recuerdo muy bien cómo fueron, hace treinta o cuarenta años: una bóveda umbría abrazando el espacioso andén central, con bancos de madera y frecuentes aguaduchos donde tomar una cerveza, una horchata o un vaso de agua de cebada, mucho más sabroso y refrescante que las colas sintéticas de hoy día. Los automóviles acabaron con el cuadro, lo que no ocurrió en otras capitales que tenemos a mano. Un antiguo remordimiento, la coartada de la agresión, ha movido a replantar una decorosa cantidad, que prenden y se agarran a esta hosca superficie, buscando con ansia las raíces el tesoro oculto de los viajes subterráneos, que traen el agua no se sabe de dónde, mejor no saberlo, porque puede correr grave peligro.

Es una de las claves de nuestro Madrid, fundado sobre un próvido y secreto acuífero, medio clandestino, que sospecho nada tenga que ver con el Canal de IsabelII. Ahí resisten los ejemplares vegetales y poseen carta de naturaleza el castaño de Indias y el que da pan y quesillo, el aperitivo y la tapa de nuestra niñez. Es lo que hace posible la húmeda y lujuriante magnificencia del Jardín Botánico, tan poco conocido y disfrutado. Dicen que Madrid posee mayor cantidad de espacios verdes que cualquier otra ciudad europea, lo que tiene aire de ser una exageración, porque, repitamos la cita, la capital francesa no sólo dispone del Parque de Bolonia y el Monceau, sino que por sus alrededores pasan dos o tres ríos, aparte del Sena. Las afueras de Bruselas albergan nada menos que el lugar donde se celebró la batalla de Waterloo y cabe dudar que nuestro Retiro sea mayor, unas 130 hectáreas. Nos vamos al otro lado del desinterés y la desidia, para murmurar, con los pulgares en la sisa del chaleco: "And"esté Madrí...".

Desde mi piso alto acecho los árboles maduros, veteranos, inicuamente rapados, los recientes y tiernos contra los que la sierra y las tijeras aún no se atreven. Al volver de cualquier ausencia, paso revista, siempre maravillado, a ese prodigio que brota del asfalto como por arte de magia. Cuando llueve fuerte y seguido, refulge el dorso de las hojas, ofreciendo la más delicada gama de los verdes, desde el sombrío al amarillento y el plateado, vivas, pujantes, desafiadoras. Al escampar el aguacero, el viento serrano limpia, fija y acicala los cielos, el sol declinante saca los mejores brillos a la pimpante y esponjada verdura, entre el acreditado azul translúcido de arriba y el charolado gris del pavimento. Los árboles de Madrid tienen mucho de enigmático, sacramental, inescrutable. No hay explicación racional ni científica que aclare por qué están lozanos y gallardos, pero así es y siempre fue lo mismo.

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