Tribuna:

Cultura, maldita culturaMANUEL DELGADO RUIZ

No se insistirá lo suficiente en la denuncia de los nuevos lenguajes que hoy emplea el racismo para naturalizar las diferencias humanas y mostrarlas como irrevocables. Hay que repetirlo una vez más: el nuevo racista no habla de razas, sino de culturas, y de culturas que hay que respetar, conocer y proteger, con lo que no sólo disimula que es un racista, sino que se permite el lujo de pasar por entusiasta de la apertura al otro. El nuevo racismo se exhibe como defensor de una variedad cultural que previamente se ha inventado, y lo hace para mantener bajo vigilancia a quienes dice proteger: un g...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

No se insistirá lo suficiente en la denuncia de los nuevos lenguajes que hoy emplea el racismo para naturalizar las diferencias humanas y mostrarlas como irrevocables. Hay que repetirlo una vez más: el nuevo racista no habla de razas, sino de culturas, y de culturas que hay que respetar, conocer y proteger, con lo que no sólo disimula que es un racista, sino que se permite el lujo de pasar por entusiasta de la apertura al otro. El nuevo racismo se exhibe como defensor de una variedad cultural que previamente se ha inventado, y lo hace para mantener bajo vigilancia a quienes dice proteger: un grupo humano previamente etiquetado como "culturalmente diferente". El reconocimiento de la diferencia -el valor predilecto del nuevo racismo de la tolerancia- no afirma que una sociedad como la nuestra está toda ella hecha de diversidad -es cierto: importa diversidad, produce diversidad, depende de ella-, sino que sólo algunas personas son diferentes, y los supuestos beneficiarios de tal atributo son miembros de grupos humanos -¡qué casualidad!- ya problematizados por causas que no tienen nada de cultural. Mediante ese marcaje que encierra a cada pobre y marginado en un imaginario cubículo étnico del que no es posible ni, en el fondo, legítimo escapar, se consigue hacer pasar por culturales problemas que son en realidad sociales, políticos, económicos, legales, etcétera, proyectando la imagen de que lo que les ocurre tiene que ver con sus estrafalarias costumbres y no con el lugar que ocupan en los bajos o fuera del sistema social vigente. Ese neorracismo basado en los usos más oscuros de la noción de cultura es el que las instituciones han hecho suyo y sirve para legitimar lógicas de exclusión contra colectividades señaladas como "culturalmente diferentes", eufemismo que quiere decir simplemente social o políticamente peligrosas. Entre las instancias que han recibido el encargo de divulgar la leyenda de las minorías étnicas y los problemas que nos causan (menos mal que somos tolerantes) destacan la escuela y los medios de comunicación. La escuela porque, mediante el engendro conceptual de la enseñanza multicultural, hace carne entre nosotros -en concreto en el aula- una inexistente cuadrícula étnica, es decir, convierte en real lo que no es sino la fantasía de que nuestra sociedad puede ser compartimentada en identidades claramente recortables. Dicho de otro modo, reproduce en el aula un falso mapa social en mosaico, escamoteando que vivimos en un calidoscopio. A partir de ahí, el sistema educativo puede generar esa nueva anomalía escolar que es el discapacitado o minusválido cultural. En cuanto a los medios de comunicación, no pierden la oportunidad de dar a conocer historias que demuestren lo indeseable de algunos de nuestros vecinos, que convierten a sus hijos en víctimas inocentes de pautas culturales incivilizadas. Cíclicamente aparecen las pruebas de esta alianza entre escuela y mass media a la hora de justificar la alarma ante los detectados como diferentes. La última se relaciona con una niña de Caldes d"Estrac que, "siguiendo la tradición islámica" (?), fue apartada de la escuela por sus padres para ser vendida a su futuro marido. El tema fue recogido inmediatamente por los periódicos, ávidos de relatos de este tipo (ya se habían hecho eco de que, hace unos meses, un "padre musulmán" de Girona impidió que sus hijas fueran a clases de música y de gimnasia, siguiendo un extraño precepto coránico del que nadie tenía noticias hasta el momento). Es evidente que la inmensa mayoría de las familias de religión islámica no prohíben a sus hijas aprender solfeo ni las canjean por camellos, pero un solo caso sirve para demostrar que los inmigrantes magrebíes son víctimas de una especie de maldición cultural que les mantiene atados al lugar social en que se hallan y les hace acreedores a los problemas que les afligen. Al final parece que el asunto de la niña de Caldetes no era exactamente como se había contado. La asociación Punt de Referència, dedicada al seguimiento de niños tutelados, y SOS Racisme han advertido de la distorsión que se había producido en relación con el asunto, sobre todo como consecuencia del espectáculo que hizo la prensa con esa nueva muestra de la supuesta incompetencia cultural de los norteafricanos. Al parecer, el caso tenía más que ver con las condiciones de marginalidad social que la familia padecía que con la lealtad a imaginarios atavismos culturales. Los argumentos respecto a la condición problemática de ciertas pautas culturales son tan ridículos que avergüenza tener que rebatirlos. Es evidente que hay prácticas culturales -en el sentido de maneras o estilos de hacer las cosas- que son conflictivas y hasta ilegales. O, mejor dicho, todos los crímenes, faltas y desviaciones son, por definición, culturales, como lo demuestra el hecho de que las inclinaciones instintivas no suelan ser reconocidas como atenuante por los jueces. Matar a la propia esposa o conducir bebido son conductas culturales -es decir, asociadas a ideologías, valores, usos sociales, etcétera-, pero nos parecería una aberración y una injusticia que alguien definiera a los españoles como gentes que asesinan a sus mujeres como consecuencia del legado de sus antepasados o que sostuviera que los automovilistas europeos se sienten misteriosamente obligados a poner en peligro sus vidas y las de los demás los viernes por la noche, en nombre de un invencible mandato étnico. Sería no menos inconcebible que el delincuente o el infractor adujeran razones culturales para justificar su acción, cosa que podrían hacer, puesto que todo comportamiento está culturalmente orientado. En cambio, por lo que parece, aquí los únicos que hacen cosas por motivos culturales son los inmigrantes pobres y los gitanos. Pero es demasiado poderoso el discurso de la diferencia para que el sentido común logre desactivarlo. He ahí la astucia del racismo, capaz de convencernos a todos de que se ha vuelto, de pronto, antirracista. Ahí está, protegiendo a quienes excluye, tolerando a quienes persigue, segregando a quienes comprende. El nuevo racismo proclama cínicamente: "Te trato a patadas, pero respeto tu cultura; te expulso, pero me abro a ti; te niego derechos que deberías merecer como ciudadano y hasta como persona, pero admiro tus danzas y tu cocina". Se exalta estéticamente al mismo ser humano a quien se humilla; se hace el elogio cultural de aquel al que se le niega el estar y el ser. Se le dice: "¡Cómo me gustaría que tú y yo fuéramos iguales!, pero es que... ¡eres tan diferente!".

Manuel Delgado Ruiz es profesor de Antropología en la Universidad de Barcelona

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En