Reportaje:

Una pausa inevitable en el Camino Real

Por las empinadas cuestas de Leintz-Gatzaga, antes Salinas de Léniz, suben y bajan, sobre todo en estas fechas, los esforzados aficionados al ciclismo, más aquellos vecinos del valle guipuzcoano que vienen y van a Vitoria. Poco queda de su condición de parada obligatoria como enlace principal entre la capital alavesa y Guipúzcoa, después de que se hiciera con el título de Camino Real tras sustituir a la mítica vía de San Adrián en el enlace entre la meseta y la costa. De todo aquel esplendor queda una exquisita villa amurallada poblada de nobles caserones y restaurantes de calidad que hacen de...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Por las empinadas cuestas de Leintz-Gatzaga, antes Salinas de Léniz, suben y bajan, sobre todo en estas fechas, los esforzados aficionados al ciclismo, más aquellos vecinos del valle guipuzcoano que vienen y van a Vitoria. Poco queda de su condición de parada obligatoria como enlace principal entre la capital alavesa y Guipúzcoa, después de que se hiciera con el título de Camino Real tras sustituir a la mítica vía de San Adrián en el enlace entre la meseta y la costa. De todo aquel esplendor queda una exquisita villa amurallada poblada de nobles caserones y restaurantes de calidad que hacen de Leintz-Gatzaga una de la localidades más interesantes de la comarca del Alto Deba. En las descripciones que se han hecho de Leintz-Gatzaga se ha visto siempre esta villa desde el valle: cuando el viajero asciende por las temidas cuestas que van de Eskoriatza al puerto de Arlaban, quedando Leintz-Gatzaga como una fortaleza colgante en medio de la ladera. Pero el que llega desde la provincia alavesa, después de haber dejado a su izquierda los pantanos del Zadorra, se encuentra a la vuelta de una curva con una aparición inesperada y hasta fantasmal -sobre todo, si la visita es nocturna- que asombra no tanto por su entidad de población, sino por la categoría que le prestan sus murallas: Leintz-Gatzaga es, con Hondarribia, la única villa amurallada de Guipúzcoa. Sus orígenes se sitúan alrededor de las salinas que le dieron nombre y que recibían allí la denominación de dorlas. La explotación de estos manantiales de agua salada no era al uso de otros similares. En la villa guipuzcoana, en lugar de esperar a que el sol evaporara el agua y dejara la sal, se buscaba este proceso de evaporación mediante el fuego, sobre el que se colocaban las calderas llenas de agua salada. Menos mal que el pueblo adquirió pronto la condición de villa (en 1331 recibió la carta puebla de manos del Alfonso XI) y algunos siglos más tarde, cuando las guerras de banderizos dejaron tranquila la zona, consiguió la naturaleza definitiva de parada indispensable del Camino Real. Así, hay constancia del paso por ella de Enrique II en 1374 o de Enrique IV en 1463, pero será a partir del siglo XVIII cuando comience el verdadero ir y venir de monarcas por Leintz-Gatzaga. Monarcas que, por cierto, eran atendidos obsequiosamente por el Ayuntamiento de la villa guipuzcoana. Como muestra, han quedado documentadas las viandas que hubieron de comprarse para satisfacer a Felipe V y a su séquito, a su paso para Madrid en 1701: se adquirieron 300 cántaras de vino, 100 fanegas de trigo para pan, 240 fanegas de cebada para las acémilas, para las que se acondicionaron 1.500 pesebres; se trajeron 500 camas de Eibar, Elgoibar, Soraluze, Elgeta, Bergara y Aramaio; se adobaron seis cebones, 50 carneros y abundancia de aves y pescado, sin olvidar las 50 libras de pólvora para las salvas que hicieron los 100 mosqueteros de la Compañía de Leintz-Gatzaga a las que acompañaron luminarias y fuegos de artificio. Para alojar a tan ilustre comitiva, Leintz-Gatzaga ofrecía -como hoy todavía se puede apreciar en un paseo por el pueblo- excelentes palacios como los de Soran o Garro, o casas señoriales de alta alcurnia. Vistas las cantidades de comida y enseres que se preparaban para los visitantes, no es difícil imaginar el jolgorio, el ajetreo, la expectación, el colorido de toda la villa engalanada para recibir los carruajes de los señores y todo su séquito. Basta señalar que el concejo estaba organizado para enviar hasta treinta parejas de bueyes para apoyar a las caballerías en la cuesta que llega a Leintz-Gatzaga. Aunque se emplearon refuerzos, no necesitó tantas parejas de bueyes quien ha sido uno de los viajeros que mejor ha descrito la dureza de esta pendiente que tenían que salvar quienes venían del continente para acceder a la meseta. Cuenta Theophile Gautier, después de salir de Mondragón y tras pasar Aretxabaleta y Eskoriatza, que "las montañas rusas no son nada comparadas con ésta y, a primera vista, la idea de que un coche puede pasar por allá arriba os parece tan ridícula como la de andar por el techo cabeza abajo, al estilo de las moscas". Después de enganchar media docena de bueyes delante de las seis mulas que arrastraban su diligencia, comenzó la ascensión. El escritor francés continúa reflejando la escena: "El mayoral, el zagal, los escopeteros, el postillón y los boyeros lanzaban a porfía gritos, invectivas, latigazos, aguijonazos; empujaban las ruedas, sostenían la caja del coche por detrás, tiraban de las mulas por el cabezón, de los bueyes por los cuernos, con ardimiento y una furia increíbles". Tenían la suerte Gautier y otros viajeros de encontrarse a medio camino del puerto de Arlaban con la villa de Leintz-Gatzaga, inmejorable descanso del ruido y el polvo del ascenso no sólo por sus buenas posadas, también por el cúmulo de sensaciones que suscitan sus murallas y sus siete puertas (de las que hoy quedan cuatro excelentemente conservadas), sus calles estrechas y empinadas donde cada ángulo ofrece una vista distinta. Allí, en mitad del bosque, una villa de categoría señera se presentaba, como hoy lo hace, como la materialización del reposo deseado. Y ya, si hay tiempo, el viajero podía y puede acercarse hasta la iglesia, hoy ermita, de Dorleta, primitivo origen de la villa y que todavía conserva entre sus paredes muestras de sus tallas románicas y góticas. También llegó a haber un cuadro de El Greco, medio escondido en una pequeña estancia, que representaba a San Francisco de Asís. La seguridad ante un posible robo llevó hace unos decenios a los responsables diocesanos a trasladar la pintura, para que no ocurriera con ella lo que cuentan que pasó con la espina de la corona de Cristo que también se guardaba en este templo: la reliquia debió desaparecer en una de las frecuentes visitas de forasteros que recibía la ermita. Sin embargo, se ha conservado en perfecto estado la imagen gótica que encarna a la Virgen allí venerada en actitud sedente. Una pieza de una belleza indiscutible que mantiene una postura quizás un tanto impropia para quien es patrona de esos ciclistas que remedan hoy a los sufridos viajeros que subían antaño las rampas del empinado puerto de Arlaban.

Más información
Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En