Cartas al director

"Esperando a los bárbaros"

Ciertamente, el que toma la palabra ha de saber que se expone. Pues si el discurso no es meramente trivial desenmascara algún prejuicio anclado y, en consecuencia, en algún registro hiere. Mas si, pese a todo, no se renuncia a la expresión pública de la opinión es por la confianza en que uno se verá tan sólo forzado a la defensa de las tesis efectivamente sostenidas y a mostrar la coherencia de los argumentos esgrimidos. Difícilmente cabría tener moral para tomar la palabra de saber que el interlocutor la interpretaría arbitrariamente, desplazando el problema hacia otros que no habían sido pla...

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Ciertamente, el que toma la palabra ha de saber que se expone. Pues si el discurso no es meramente trivial desenmascara algún prejuicio anclado y, en consecuencia, en algún registro hiere. Mas si, pese a todo, no se renuncia a la expresión pública de la opinión es por la confianza en que uno se verá tan sólo forzado a la defensa de las tesis efectivamente sostenidas y a mostrar la coherencia de los argumentos esgrimidos. Difícilmente cabría tener moral para tomar la palabra de saber que el interlocutor la interpretaría arbitrariamente, desplazando el problema hacia otros que no habían sido planteados y poniendo en boca propia disparatadas respuestas que de inmediato desacreditan al que las formula.Bajo el título de La auténtica muerte del filósofo, reflexionaba el pasado 14 de enero en las páginas de este periódico sobre el tema socrático de la preferencia de la muerte al anclaje a una vida carente de dignidad. En el escrito sostenía que Sócrates sólo ve compatible la vida con un orden social sustentado en principios genuinamente democráticos, es decir, asumibles porque la razón común los revela en cada uno, y no por el mero hecho de que la mayoría ya está apuntado a ellos. Como ejemplo de que las opiniones socialmente compartidas no son automáticamente legítimas, evocaba lo masivo del voto lepeniano en Francia o de los partidarios de la pena de muerte en los Estados Unidos. Pues bien: en un artículo del 11 de febrero (firmado por Martínez Gorriarán), tras sostener que la reflexión que acabo. de evocar equivalía a un "uso de la filosofía como apología de la muerte", el autor aprovecha la vinculación de este término con terrorismo, ETA, etcétera, para atribuirme ni más ni menos que la sugerencia de que "habría que considerar el apoyo a ETA como una genuina expresión de virtud ética y política". ¿Base para esta aseveración gravísima, tratándose de un escrito sobre un diálogo platónico y que no tenía con el problema vasco más relación que la genérica que podría tener con el de Ruanda? Tan sólo una: tras los citados ejemplos relativos a Francia y Estados Unidos, una línea de mi artículo aludía a cierta foto publicada el pasado verano en la prensa española. El fotógrafo había captado ese instante, efectivamente atroz, en el que (ante militantes aislados de HB) la legítima indignación por un atentado se degrada en compulsiva tentación de linchamiento. Se supone que la publicación de la imagen apuntaba a despertar la conciencia cívica, no a aleccionarnos con el ejemplo. La desaforada reacción del señor Gorriarán a la mera evocación crítica de aquellas miradas muestra que la intencionalidad ética ha fracasado en su caso.

Al enarbolar la cuestión vasca venga o no a cuento, el articulista hace de un problema gravísimo de España objeto de provechosa y vampiresca explotación. Por desgracia no es el único para el que una solución racional del problema vasco sería ruinosa, ya que le reduciría a un silencio que para la vacuidad de su palabra resultaría verdaderamente insoportable: "Porque la noche cae y no llegan los bárbaros... ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?.-

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